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La lotería en Babilonia. Por Jorge Luis Borges

Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Miren: a mi mano derecha le falta el índice. Miren: por este desgarrón de la capa se ve en mi estómago un tatuaje bermejo; es el segundo símbolo, Beth. Esta letra, en las noches de luna llena, me confiere poder sobre los hombres cuya marca es Ghimel, pero me subordina a los de Aleph, que en las noches sin luna deben obediencia a los de Ghimel. En el crepúsculo del alba, en un sótano, he yugulado ante una piedra negra toros sagrados. Durante un año de la luna, he sido declarado invisible: gritaba y no me respondían, robaba el pan y no me decapitaban. He conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el pañuelo silencioso del estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río de los deleites, el pánico. Heráclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal; para recordar vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la muerte ni aún a la impostura.

Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra en ellas de modo imperfecto y secreto: la lotería. No he indagado su historia; sé que los magos no logran ponerse de acuerdo; sé de sus poderosos propósitos lo que puede saber de la luna el hombre no versado en astrología. Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad: hasta el día de hoy, he pensado tan poco en ella como en la conducta de los dioses indescifrables o de mi corazón. Ahora, lejos de Babilonia y de sus queridas costumbres, pienso con algún asombro en la lotería y en las conjeturas blasfemas que en el crepúsculo murmuran los hombres velados.

Mi padre refería que antiguamente —¿cuestión de siglos, de años?— la lotería en Babilonia era un juego de carácter plebeyo. Refería (ignoro si con verdad) que los barberos despachaban por monedas de cobre rectángulos de hueso o de pergamino adornados de símbolos. En pleno día se verificaba un sorteo: los agraciados recibían, sin otra corroboración del azar, monedas acuñadas de plata. El procedimiento era elemental, como ven ustedes.

Naturalmente, esas «loterías» fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza. Ante la indiferencia pública, los mercaderes que fundaron esas loterías venales, comenzaron a perder el dinero. Alguien ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas suertes adversas en el censo de números favorables. Mediante esa reforma, los compradores de rectángulos numerados corrían el doble albur de ganar una suma y de pagar una multa a veces cuantiosa. Ese leve peligro (por cada treinta números favorables había un número aciago) despertó, como es natural, el interés del público. Los babilonios se entregaron al juego. El que no adquiría suertes era considerado un pusilánime, un apocado. Con el tiempo, ese desdén justificado se duplicó. Era despreciado el que no jugaba, pero también eran despreciados los perdedores que abonaban la multa. La Compañía (así empezó a llamársela entonces) tuvo que velar por los ganadores, que no podían cobrar los premios si faltaba en las cajas el importe casi total de las multas. Entabló una demanda a los perdedores: el juez los condenó a pagar la multa original y las costas o a unos días de cárcel. Todos optaron por la cárcel, para defraudar a la Compañía. De esa bravata de unos pocos nace el todo poder de la Compañía: su valor eclesiástico, metafísico.

Poco después, los informes de los sorteos omitieron las enumeraciones de multas y se limitaron a publicar los días de prisión que designaba cada número adverso. Ese laconismo, casi inadvertido en su tiempo, fue de importancia capital. Fue la primera aparición en la lotería de «elementos no pecuniarios». El éxito fue grande. Instada por los jugadores, la Compañía se vio precisada a aumentar los números adversos.

Nadie ignora que el pueblo de Babilonia es muy devoto de la lógica, y aun de la simetría. Era incoherente que los números faustos se computaran en redondas monedas y los infaustos en días y noches de cárcel. Algunos moralistas razonaron que la posesión de monedas no siempre determina la felicidad y que otras formas de la dicha son quizá más directas.

Otra inquietud cundía en los barrios bajos. Los miembros del colegio sacerdotal multiplicaban las puestas y gozaban de todas las vicisitudes del terror y de la esperanza; los pobres (con envidia razonable o inevitable) se sabían excluidos de ese vaivén, notoriamente delicioso. El justo anhelo de que todos, pobres y ricos, participasen por igual en la lotería, inspiró una indignada agitación, cuya memoria no han desdibujado los años. Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender) que se trataba de un orden nuevo, de una etapa histórica necesaria… Un esclavo robó un billete carmesí, que en el sorteo lo hizo acreedor a que le quemaran la lengua. El código fijaba esa misma pena para el que robaba un billete. Algunos babilonios argumentaban que merecía el hierro candente, en su calidad de ladrón; otros, magnánimos, que el verdugo debía aplicárselo porque así lo había determinado el azar… Hubo disturbios, hubo efusiones lamentables de sangre; pero la gente babilónica impuso finalmente su voluntad, contra la oposición de los ricos. El pueblo consiguió con plenitud sus fines generosos. En primer término, logró que la Compañía aceptara la suma del poder público. (Esa unificación era necesaria, dada la vastedad y complejidad de las nuevas operaciones.) En segundo término, logró que la lotería fuera secreta, gratuita y general. Quedó abolida la venta mercenaria de suertes. Ya iniciado en los misterios de Bel, todo hombre libre automáticamente participaba en los sorteos sagrados, que se efectuaban en los laberintos del dios cada sesenta noches y que determinaban su destino hasta el otro ejercicio. Las consecuencias eran incalculables. Una jugada feliz podía motivar su elevación al concilio de magos o la prisión de un enemigo (notorio o íntimo) o el encontrar, en la pacífica tiniebla del cuarto, la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos rever; una jugada adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte. A veces un solo hecho —el tabernario asesinato de C, la apoteosis misteriosa de B— era la solución genial de treinta o cuarenta sorteos. Combinar las jugadas era difícil; pero hay que recordar que los individuos de la Compañía eran (y son) todopoderosos y astutos. En muchos casos, el conocimiento de que ciertas felicidades eran simple fábrica del azar, hubiera aminorado su virtud; para eludir ese inconveniente, los agentes de la Compañía usaban de las sugestiones y de la magia. Sus pasos, sus manejos, eran secretos. Para indagar las íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada cual, disponían de astrólogos y de espías. Había ciertos leones de piedra, había una letrina sagrada llamada Qaphqa, había unas grietas en un polvoriento acueducto que, según opinión general, daban a la Compañía; las personas malignas o benévolas depositaban delaciones en esos sitios. Un archivo alfabético recogía esas noticias de variable veracidad.

Increíblemente, no faltaron murmuraciones. La Compañía, con su discreción habitual, no replicó directamente. Prefirió borrajear en los escombros de una fábrica de caretas un argumento breve, que ahora figura en las escrituras sagradas. Esa pieza doctrinal observaba que la lotería es una interpolación del azar en el orden del mundo y que aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo. Observaba asimismo que esos leones y ese recipiente sagrado, aunque no desautorizados por la Compañía (que no renunciaba al derecho de consultarlos), funcionaban sin garantía oficial.

Esa declaración apaciguó las inquietudes públicas. También produjo otros efectos, acaso no previstos por el autor. Modificó hondamente el espíritu y las operaciones de la Compañía. Poco tiempo me queda; nos avisan que la nave está por zarpar; pero trataré de explicarlo.

Por inverosímil que sea, nadie había ensayado hasta entonces una teoría general de los juegos. El babilonio es poco especulativo. Acata los dictámenes del azar, les entrega su vida, su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes laberínticas, ni las esferas giratorias que lo revelan. Sin embargo, la declaración oficiosa que he mencionado inspiró muchas discusiones de carácter jurídico-matemático. De alguna de ellas nació la conjetura siguiente: si la lotería es una intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el cosmos, ¿no convendría que el azar interviniera en todas las etapas del sorteo y no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar dicte la muerte de alguien y que las circunstancias de esa muerte —la reserva, la publicidad, el plazo de una hora o de un siglo— no estén sujetas al azar? Esos escrúpulos tan justos provocaron al fin una considerable reforma, cuyas complejidades (agravadas por un ejercicio de siglos) no entienden sino algunos especialistas; pero que intentaré resumir, siquiera de modo simbólico.

Imaginemos un primer sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento se procede a un otro sorteo, que propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De esos ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos pueden reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro, digamos), otro exacerbará la muerte (es decir la hará infame o la enriquecerá de torturas), otros pueden negarse a cumplirla… Tal es el esquema simbólico. En la realidad el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras. Los ignorantes suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad basta que el tiempo sea infinitamente subdivisible, como lo enseña la famosa parábola del Certamen con la Tortuga. Esa infinitud condice de admirable manera con los sinuosos números del Azar y con el Arquetipo Celestial de la Lotería, que adoran los platónicos… Algún eco deforme de nuestros ritos parece haber retumbado en el Tíber: Elio Lampridio, en la Vida de Antonino Heliogábalo, refiere que este emperador escribía en conchas las suertes que destinaba a los convidados, de manera que uno recibía diez libras de oro y otro diez moscas, diez lirones, diez osos. Es lícito recordar que Heliogábalo se educó en el Asia Menor, entre los sacerdotes del dios epónimo.

También hay sorteos impersonales, de propósito indefinido: uno decreta que se arroje a las aguas del Eufrates un zafiro de Taprobana; otro, que desde el techo de una torre se suelte un pájaro; otro, que cada siglo se retire (o se añada) un gramo de arena de los innumerables que hay en la playa. Las consecuencias son, a veces, terribles.

Bajo el influjo bienhechor de la Compañía, nuestras costumbres están saturadas de azar. El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja casi nunca de introducir algún dato erróneo; yo mismo, en esta apresurada declaración he falseado algún esplendor, alguna atrocidad. Quizá, también, alguna misteriosa monotonía… Nuestros historiadores, que son los más perspicaces del orbe, han inventado un método para corregir el azar; es fama que las operaciones de ese método son (en general) fidedignas; aunque, naturalmente, no se divulgan sin alguna dosis de engaño. Por lo demás, nada tan contaminado de ficción como la historia de la Compañía… Un documento paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra del sorteo de ayer o de un sorteo secular. No se publica un libro sin alguna divergencia entre cada uno de los ejemplares. Los escribas prestan juramento secreto de omitir, de interpolar, de variar. También se ejerce la mentira indirecta.

La Compañía, con modestia divina, elude toda publicidad. Sus agentes, como es natural, son secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente) no difieren de las que prodigan los impostores. Además ¿quién podrá jactarse de ser un mero impostor? El ebrio que improvisa un mandato absurdo, el soñador que se despierta de golpe y ahoga con las manos a la mujer que duerme a su lado ¿no ejecutan, acaso, una secreta decisión de la Compañía? Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios, provoca toda suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos que no existe la Compañía y que el sacro desorden de nuestras vidas es puramente hereditario, tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará hasta la última noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que la Compañía es omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el grito de un pájaro, en los matices de la herrumbre y del polvo, en los entresueños del alba. Otra, por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil, razona que es indiferente afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque Babilonia no es otra cosa que un infinito juego de azares.

Jorge Luis Borges, «La lotería en Babilonia», Ficciones, Borges esencial. Edición conmemorativa. Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua Española, Barcelona, 2019, pp. 45-50.

El hombre a medias. Por Alfonso Reyes

Como el personaje de una conocida novelita, había perdido su sombra. La perdió a la vuelta de un camino y nunca la volvió a encontrar. La sombra se evaporó y volvió al cielo. Como los hombres-vampiros de los Cárpatos, había perdido su imagen en los espejos y en el agua, lo que hubiera sido el castigo verdadero para Narciso. Y el triste se lamentaba y decía:

—Apurar, cielos, pretendo, por qué cebáis en mí vuestra cólera y vuestra crueldad. Madrasta se mostró conmigo la naturaleza, y pues me ha dejado nacer, ¿por qué tan despiadadamente mutila mi condición de hombre? Cierto, yo no soy más que un hombre a medias, puesto que me hallo condenado a vivir sin sombra y sin reflejo. La vida terrestre exige un mínimo de conformidad con el cuerpo, con la materia humana, y este mínimo de conformidad no se sacia con ver yo mismo y palpar mi cuerpo (¡y menos mal que todavía no soy invisible a los ojos ajenos, como temo que me suceda un día, al paso que voy!), sino que también nos hacen falta la sombra y el reflejo como para mejor aceptarnos a nosotros mismos.

Así se lamentaba el triste, escondiendo a todos sus lágrimas, por no poder dar explicaciones sobre los tormentos que lo afligían. Y los que acaso lo sorprendieron diciendo entre dientes: “¡Soy un hombre a medias!” no siempre entendieron bien su amargura.

Pero una noche recibió un consuelo inesperado, aunque no sea fácil de comprender. Y ello fue que, a la luz de la humilde bujía con que se alumbraba, vio pasear sobre la pared de su cuarto la sombra de tres ángeles, cuyo bulto —inútil decirlo— era invisible. No puede expresarse lo que pasó en su alma, ni cómo transportó el portento que veía a modo de explicación negativa (o positiva) sobre su mísero estado. Pero una alegría, un contentamiento místico pareció inundarlo y bañarlo. Se consideró mucho menos descabal que antes, acaso completo. Entendió que también las realidades invisibles son realidades, y al cabo vivió y murió en paz sin maldecir ya de su suerte.

4 de septiembre de 1959

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Análisis de una pasión. Por Alfonso Reyes

Río, 10 de junio de 1940

Yo había oído decir mucho bien y mucho mal de esta tierra. Más bien que mal. El bien se refiere a su espléndida naturaleza y a la general, dulzura de su gente. El mal, a cierto carácter escurridizo que se advierte en el trato, cierta aparente hipocresía disimulada bajo extremos corteses. La suerte me ha proporcionado la ocasión de ponderar por mí mismo estas medidas. A un casi recién llegado no hay que pedirle que cale muy hondo. Pero he comenzado ya a creer que ese carácter escurridizo es una fórmula de equilibrio ante la vida, tan legítima como cualquiera otra; que esa aparente hipocresía no lo es de veras, porque no esconde mala intención ni engaño, sino un deseo de ser agradable ocultando toda aspereza a todo impulso ingrato; que esos extremos corteses son un hábito fundado sin duda en bases étnicas, contaminaciones del mestizaje y solicitaciones telúricas, de ambiente, de geografía, del aire que se respira y del agua que se bebe.

Si en la América hispana el tipo popular acentúa otros aspectos más bruscos de la fuente ibérica primitiva, en la América lusitana más bien acentúa los aspectos de suavidad y amaneramiento. ¿Pone Africa, también, su modesta contribución de sonrisa, sometimiento y gracia cándida? La verdad es que estas generalizaciones étnicas no llevan muy lejos. Lo que importa es insistir en la buena intención de semejante actitud, que desarma toda censura, y también en la naturalidad y constancia con que esa tendencia se expresa, lo que desarma toda sospecha de artificialidad o cálculo.

En la vida familiar, en los interiores domésticos, el ceremonial cortés —suelo de civilizaciones— se mantiene con igual persistencia. El padre anciano da las gracias cumplidamente a la niña que le trae el vaso de agua, como si estuviera de visita en su casa y tratara con persona mayor a quien debe algún acatamiento. El viejo imperio de confitería y colorines perpetúa así sus ritos de corte en medio de una república relativamente turbulenta (relativamente tan sólo: junto a las hispánicas, parece pacífica).

Después de todo, cada pueblo tiene su mímica y ahora recuerdo que los hispanoamericanos recién llegados a España casi se sienten ofendidos y maltratados por cierto altivo tono de voz de los españoles, y hasta creen que quieren mandarlos a otra parte cuando les dicen cosa tan santa como: “¡Vaya usted con Dios!” Pues ¿y los argentinos que lo miden a uno de pies a cabeza, comparan los respectivos trajes con la mirada y luego se dirigen a uno en términos que parecen delatar una guardia previa contra alguna agresión posible? Y sin embargo, son leales, varoniles, y dan de una vez la mano para siempre. Enigmas de frontera son éstos, y la experiencia y la simpatía nos enseñan a resolverlos poco a poco.

20 de junio

No acababa yo con el enigma anterior cuando otro nuevo me solicita. Éste me parece menos general que el primero. Aquél se refiere a una característica nacional, y ahora entro en consideraciones sobre un temperamento individual cuyo tipo, aunque bastante extendido en este país, acaso sea propio solamente de cierta capa social, o de ciertos grupos limitados. He comenzado a frecuentar familias y corrillos. Me he dado cuenta de que, sobre la cortesía escurridiza que antes provocó mis reflexiones, crece a veces una planta humana con características singulares. Buena parte de la conversación de esta gente, sobre todo entre las mujeres jóvenes, se consagra a exterioridades triviales. Pero nada hay tan trivial como el aceptar lo trivial en calidad de ultima ratio. Analicemos. Si por ejemplo, debajo de la preocupación argentina por el vestido puede descubrirse una gran virtud de disciplina social, ¿por qué no ha de haber alguna virtud resguardada bajo la aparente trivialidad de la conversación de estas jóvenes?

Y ante todo, ¿en qué consiste esta trivialidad? En que viven intensamente con los sentidos y dan noticia constantemente de los mensajes que reciben por los sentidos. Ceden a la fórmula del “extravertido”. Y, como es de rigor, el sentido visual domina, simbólicamente, sobre los demás. Viven con los ojos ante todo; después, con los oídos; después, con el tacto, a lo que ayudan las libertades playeras, el nudismo gimnástico (valga el pleonasmo), el calor, la sensualidad natural; y luego, en una categoría ya muy atenuada, viene el olfato, que no tiene cualidad especial, y al fin viene el gusto, tan rudimental que no saben comer bien, y a veces apenas comen porque no les hace mucha falta: lo compensan la luz, el aire, el clima.

Ahora bien, yo he observado siempre que los temperamentos visuales dan un carácter de optimismo, de alegría candorosa. Para el que se divierte mucho con los ojos, no hay rumia malsana, no hay graves complejos psicológicos. Está como sometido a una purga o catarsis continua. Nada más trivial en la apariencia, nada más saludable en el fondo. La muchacha agredida por declaraciones sentimentales y apasionadas, en vez de sobresaltarse, contesta como si estuviera ausente (a fuerza de estar más que presente): “¿Has visto qué lindo gorrito rojo lleva aquel niño?”

Este procedimiento, en los caracteres que describo, es tan constante y tan infalible, que aunque comencé por creer que era un arte defensivo, he acabado por pensar que es un automatismo, un reflejo.

Dejémonos de generalidades y vamos a la verdadera cuestión. Estas experiencias proceden, para mí, de intentos amorosos. Tengo que ser completamente sincero, si es que este diario ha de tener alguna utilidad para mí mismo o los que lo lean a mi muerte.

Cecilia no me deja llegar hasta ella, aunque todo el día parece provocarme, no sólo con sus gracias y prendas, sino también con el tacto y las miradas, y aun con la sensualidad espontánea (¿inconsciente?) de sus maneras. Pero no me deja llegar hasta ella, cuando me adelanto hacia el terreno sagrado, me ataja con una observación visual. Todo el día la estudio y trato de entenderla. Debo de estar muy apasionado si, como supongo, el amor humano y el amor divino consisten igualmente en una larga meditación para captar al objeto amado.

Es medianoche. Otro día, cuando me deje libertad este naciente amor, me ofrezco seguir reflexionando. Gran ergotista el amor, consumado escolástico, doctor sutil. Constantemente parte cabellos en dos, enreda y desenmadeja. ¿Amar es un extremo agudo del razonar? No es tal su esencia, pero sí su procedimiento.

30 de junio

Hay, en esta nueva generación de hembritas, un gobierno de las costumbres que nada tiene que ver con el pudor, porque ni siquiera son muy púdicas y con la mayor naturalidad declaran, por ejemplo, que se sienten algo cariñosas porque andan en los “días incómodos”. Más bien parece un efecto de elegancia del trato y de anhelo de independencia. Del amor sólo se habla como murmuración social, y siempre se le ridiculiza en los otros. Del propio amor no se habla sino cuando se hace el amor. Y en las horas vagas, si te vi no me acuerdo. Cecilia, al menos, es así, aunque no conozco todavía a fondo su vida de amor.

A este dominio, que llega a la inhibición de ciertas expansiones naturales, yo le llamo in mente “el encogimiento británico”, y lo atribuyo para mí a la influencia de alguna institutriz inglesa en la infancia. ¿Cómo aliarlo con el carácter extravertido y el temperamento que he llamado visual? Muy fácilmente: yuxtapónganse lo uno sobre lo otro y se comprenderá que se ensamblan y se ajustan como el cóncavo y el convexo. No entre en los jardines de la psicología quien no entienda de geometría. La visualidad se organiza en sistema defensivo de la intimidad. Así, la superficialidad no es más que la expresión de una profundidad recatada.

Y hago bien en buscar estos símiles físicos, porque precisamente el dominio de Cecilia sobre sí misma puede reducirse a un esquema físico: toda conducta se resuelve en movimientos del cuerpo, en moverse para este lado o para el otro, en dejar o no dejar llegar una mano hasta nosotros, en pronunciar estas y no las otras palabras. Y el cuerpo, cuando se quiere, siempre es gobernable. Éste es el secreto estratégico de Cecilia, razonado, claro está, con las viejas mañas de Eva de que no hay ya ni para qué hablar: decir que no para que se insista en el sí, y otros artificios por el estilo. La Venus arroja la manzana y huye, “pero al huir procura que la vean”.

Esta apelación al rasgo visual divertido o que se quiere hacer pasar por divertido —aunque se trate de una bobería cualquiera— para desviar con este procedimiento una efusión sentimental, es tan constante que desespera, y a veces causa brutales efectos de frialdad, de desprecio para nuestras ideas. Irrita al punto que yo me alejo de Cecilia prometiéndome no verla más, para lo que nunca tengo fuerzas.

Y luego, en el momento menos esperado, como si ella transparentara mi estado de ánimo con esos ojos dilatados y fijos que parecen medio alucinados y son la guardia permanente del ave de presa, gradúa y atempera mi irritación, me da un alivio inesperado, me cae encima con algunas palabras directas y cortantes, ataca con resolución y sobriedad el centro mismo de nuestro problema amoroso, o me deja caer promesas absolutas que me alimentan para dos o tres días.

Yo sé bien que en este tira y afloja voy perdiendo, voy dejando que se me desangre la voluntad. Yo no me engaño. Y si la pasión entrara por el cerebro, este ejercicio de análisis a que me someto en mi diario bastaría para resguardarme. Pero la pasión no cede a la dimensión racional. Y yo soy el primero en sentirme envilecido por no poder gobernarme con la inteligencia. De un día a otro, de uno a otro momento, y según que Cecilia emplea el escudo o el estoque, el recato o el ataque, el universo muda de sabor para mí. Y me pregunto, revolviéndome en mis insomnios, hasta dónde puede llegar la miseria humana, cuando tan afanosamente nos abrazamos a lo que más daño nos hace.

10 de julio

¡Las cosas de Cecilia! Su ejercicio visual incesante, que tantas veces se me presenta como un sistema defensivo, es sin duda un modo de ser, y aun por eso le aprovecha mejor que un cálculo.

Buscando un ejemplo, se me ocurre observar cómo procede cuando guía su automóvil. Ni qué decir que con ella no hay lugar a caricias en los paseos de auto, aunque sean al claro de luna, porque —exclama— ¿para qué tiene uno casa? Y no hay manera de convencerla de que una de las superioridades fundamentales de la vida europea sobre la americana es que, en Europa, de modo general, se disfruta de la mujer amada en todo lugar y a la luz del día, en comunión con todo el ambiente, mientras por acá el amor discurre en cuarto cerrado y a hora fija. Tratándose especialmente del Brasil, esta desvinculación entre el paisaje y el amor resulta realmente una exigencia contra natura, y de hecho la gente brasileña se permite —y hace bien— ciertas libertades en los paseos, las playas, los lugares públicos, los autos.

No: para Cecilia guiar su auto es proceso de experiencias visuales, y siempre las va comentando en voz alta, de suerte que hasta la verdadera conversación se anula. Tiene que explicar cómo ha medido el espacio para pasar entre dos vehículos, por qué se apresuró, por qué frenó, por qué cierra el paso o deja. pasar al que viene detrás, por qué decide pasar o no pasar al que la precede, si viene o no viene en su línea el que avanza a su encuentro, si su máquina obedeció bien o mal a la maniobra, si aparece o no, a tantos metros, una ondulación en el pavimento.

Y además, va identificando el paso, distintamente, a los transeúntes de a pie, de tranvía, de ómnibus, de auto; las placas y registros de los vehículos, los escudos de los clubs. Advierte las abolladuras de las carrocerías; nota que aquel auto va lleno de polvo por delante y limpio por detrás. Cuenta rápidamente la historia del que la saluda por la calle. Y cuando no ve, es que ya conoce: “Yo no puedo, porque voy guiando —explica—, pero al doblar aquella esquina fíjate en la reja del primer balcón, que es muy curiosa.”

¿Qué hacer contra esta fuerza de la naturaleza? Nada, sino entregarse a la fuerte divinidad que nos domina y absorbe por los ojos. Es un extraño vampirismo objetivo, una succión de todo el orbe de formas por el embudo de dos retinas poderosas. No quiero negar que vivo celoso, celoso hasta la furia, aunque no lo dejo ver, que estaría perdido. Pondero, en mi interior, los inacabables recursos de que un temperamento así puede disponer para el engaño, la fuga, el escondite, el esquinazo. “Aunque voy moderando la marcha —dice—, no saco el brazo, porque no quiero que repare en mí aquel sujeto, y yo misma le llamaría la atención si ve salir por la ventanilla una lengua blanca.”

Porque habla así, también en metáforas y epigramas visuales. Para decir que se revuelca en la cama las noches de insomnio, dice: “Me pasé la noche oliendo la pared.” Y otra vez, en la oscuridad del cine: “Mira si puedes reconocer a la señora que está a mi lado. Yo no puedo volver la cara, porque ella haría lo mismo y nuestras narices se frotarían.” Por este estilo, su conversación es una serie de síntesis y hallazgos verbales que obligan a una atención constante.

Inútil decir que esta flor del trópico me va resultando lo menos tropical que existe. O entonces hay que interpretar de otro modo lo que se llama tropical.

20 de julio

Esta ciudad está derramada sobre la playa, serpenteando por entre las montañas, colinas y caprichosas rocas que bajan hasta el mar. Toda la región que uno frecuenta, y que va de los centros del comercio elegante hasta los puestos de baño y los paseos en cornisa, se extiende, prácticamente, en una sola línea. El que se aposta en un sitio estratégico, en la terraza de un restaurante sobre la costa, ve pasar a toda la gente de sociedad. La vida mundana consiste nada más en verse vivir unos a otros. Esto explica, en parte, la educación visual de Cecilia. Muchas de sus conversaciones son historias de simple visión. Alguna vez, en Sevilla, donde los clubs tienen unos como escaparates con cristales donde los socios se sientan a ver pasar la gente, pensaba yo que esto era una transformación moderna de la vida árabe: el señor árabe se sentaba en su patio a ver correr el agua de sus fuentecillas privadas. Cecilia se pasa el día diciendo: “Vi pasar dos veces a Fulana; Mengano iba con su perro.” “¿Y qué?” —pregunto yo. “Nada, que los vi pasar.” Historias de simple visión. La visualidad, para ella, se justifica por sí misma.

Pero hay en sus conversaciones otro estilo que me inquieta sobremanera, porque tiene el aire de satisfacción no pedida y acusación manifiesta: le da por contar, marcando las horas, todo lo que ha hecho en el día: “Me levanté a tal hora; mientras me arreglé dieron las tantas; tomé café (aunque no tomen café, así dicen, porque ignoran el verbo desayunar); recibí a la costurera que trabajó conmigo hasta tal otra hora; fui a sacar el auto para dejar un encargo a tal amiga; volví a almorzar a la una; me quedé descansando hasta las tres; hice tricot hasta las cinco; llevé a mi familia a tal barrio, y volví a casa a las siete, etc., etc.” Lo que parece, a pesar del candor del relato, una manera de esconder algo, de escamotear alguna hora secreta. Esto y los silencios de esfinge en que acostumbra caer, la falta de motivación sobre casi todos sus movimientos de ánimo, me tienen en ascuas, me ponen celoso, me hacen pensar que siempre esconde algo.

Y lo peor es que, del modo más natural del mundo, ejerce, no la simulación de la virtud, sino la simulación del pecado, como muchas otras mujeres de esta tierra.

—Yo paso una vida insignificante, pero no se lo digo a nadie, eso no: a nadie le voy a confesar que soy una tonta.

—¿Para qué te pintas esas ojeras?

—¡Ah, para hacer creer que hago cosas!

Y en medio de esta provocación continua, una evidente frigidez, en muchos instantes y ocasiones que cualquier mujer de temperamento aprovecharía… ¡Oh, cielos! ¿No es esto la psicología típica de la allumeuse? Algo de sequedad enigmática, mucha conversación en tomo a las cosas escabrosas, y una serie de defensas graduadas que empiezan por ese condenado rojo de los labios, pegajoso y acusador, que la hace esquivar todos los besos amorosos y ofrecer siempre la mejilla. Y todo esto, mezclado con un exhibicionismo innegable: el maillot de baño que casi deja escapar el botón del seno, los shorts de playa que permiten admirar muchas de sus opulencias secretas, y hasta el modo de mirar a los hombres, tan fijamente que encandila.

30 de julio

Ha comenzado a ser mi amante. Como yo lo suponía, no era virgen, pero tampoco era una verdadera mujer. A pesar de su erudición teórica, de su conocimiento del amor por conversaciones y relatos, asegura que no había llegado al placer, que nunca ensayó las travesuras entre niñas ni los goces solitarios. Y lo más extraí~oes que parece verdad, aunque tiene la imaginación acostumbrada a los peores excesos. Sus preguntas, en aquel momento, eran de un candor desconcertante.

—Pero entonces —le digo—, ¿qué has hecho hasta ahora?

—Muy sencillo —explica con un impudor casi casto—.

Un día me harté de ser virgen. Un primo me ha ofrecido matrimonio hace muchos años. Pensé en él, porque, si me sentía muy alarmada, siempre me quedaba el recurso de casarme con él. Lo provoqué, cuando él creía que ya ni lo recordaba. Renovó sus ofertas. Le dije que era necesario ensayar antes para ver si daba buen resultado. Aunque el pobre se asustó un poco, acabó por aceptar. Tuvimos unas cuantas sesiones. Rompí los derechos de aduana sin sentir el menor placer. Creí que era un defecto mío. Contigo he sentido esto por primera vez.

—¿Y el primo?

—No me interesa. Está furioso. No he vuelto a verlo.

¿Y por este monstruo de perversidad y frigidez, que más bien hace pensar en ciertas historias desconcertantes de escandinavas, es por quien yo ando perdido y loco? Sí, así es. No puedo evitarlo. Por lo mismo que no lo entiendo, me tortura y me sobreexcita. Otros lo expliquen. Así es nuestra pobre naturaleza. Ha comenzado a ser mi amante, y no puedo decir que me desilusione. Al contrario. Tiene el cuerpo más agradecido que he tratado en mis experiencias. Pero, en cuanto acabamos con aquello —como yo me lo sospechaba— es inútil querer rumiarlo, recordarlo, delectarse morosamente haciendo alusiones. Nada, nada. Cae el telón. A otra cosa. Se vuelve a la vida convencional, social, insípida, seca, frígida. Y eso que hasta me ha pedido, para de una vez conocerlo todo, ciertos ensayos atrevidos, que en ocasiones ha aceptado con gustosa sorpresa, y en otras con sinceras lágrimas de arrepentimiento.

Y aquí estoy, vencido por esta rara mezcolanza de conocimiento y de ingenuidad, de estragos imaginativos y retenciones, de audacias e impericias, de imprudencias y recatos, de coquetería e inocencia. Y no sé ya ni qué pensar de ella ni de mí mismo. Porque no hay historia procaz que se le haya escapado, ni referencia libidinosa, ni rincón equívoco de la ciudad de que no tenga puntual noticia. Y, sin embargo, es evidente que apenas había dado los primeros pasos vacilantes. ¿O seré un tonto de capirote? Pero ¿qué empeño podría tener en engañarme? Para descubrirla, hasta he exagerado cierto gusto por sus coqueterías y sus impudores. No me ha entendido. O apenas he creído pulsar cierto vago estremecimiento, lejano, incipiente todavía, como de una malicia que apenas despierta.

Y me horrorizo pensando que esta gimnástica de análisis me va conduciendo, sin sentirlo yo mismo, a una zona viciosa que hasta hoy nunca penetré. “¿Será la psicología un vicio?” —se preguntaba Nietzsche. Por este afán de conocer y entender voy entrando en un terreno resbaladizo. A veces me alivia convencerme de la ignorancia de Cecilia, cuyo conocimiento es todo de segunda mano, de referencia y de información, y otras me entra como un insano afán de poner su práctica a la altura de su teoría, que casi equivaldría a prostituirla. Nunca vi caso más complicado.

10 de agosto

Poco a poco, me ha ido contando otras experiencias, tan insulsas e incompletas que se quedan en aquella región de la libidinosidad infantil, no fijada aún en el verdadero objeto erótico. Pero lo que más me sorprende es su aceptación natural de cualquier aberración en nosotros. En vano espero, hasta ahora, un momento de verdadera efusión. Todo parece, en ella, charla social, cosa exterior, trivialidad en suma. Sus historias de incipiente malicia despiertan en mí verdaderos amagos de salacidad que ella nunca acompaña, aunque los encuentra muy divertidos. No pierde el sentido del humorismo ni a la hora del éxtasis. Si se me ocurre quedarme inmóvil y hacerla trabajar por mí, me dice de repente:

—¡Pero estoy como el portugués del cuento, que movía la cara y mantenía inmóvil el abanico, para no gastarlo!

Lo cual ciertamente es muy gracioso, pero más que inoportuno. ¿Será la trivialidad el secreto de estos misterios? ¿Tendré que resignarme al fin con una explicación tan poco inteligente, tan desnuda de intención? Porque, en suma, lo que el espíritu quiere es desentrañar intenciones. La superficialidad, en cambio, la ausencia de dimensión espiritual, parece que todo lo resuelve algebraica y simbólicamente, llamándoles a y b a las peras y las manzanas de la operación matemática, y sin penetrar en la realidad natural, en la intimidad misma de los objetos.

¿Será la trivialidad una solución esquemática, pobre y elegante, de todas las complicaciones de la conducta? Yo salgo de los encuentros lloroso y nervioso. Ella, en cambio, se arregla el peinado y el afeite, y a otra cosa. No parece cargar el lastre de las emociones recibidas. ¡Es para dudar de la ciencia y del conocimiento! ¡Es para dudar del propio amor, en lo que tiene de más humano y consciente! Hay candor, sí, pero candor animal en la solución que encuentra Cecilia. Ella es más fuerte que yo, porque es más débil. Ella es acaso más pura que yo, por cuanto no profundiza ni interroga. ¡ Otra vez la salvación visual, lo que pasa frente a los ojos y luego se va, sin torcerse en los laberintos del alma! ¡Qué pocas letras en su alfabeto, y sin embargo le bastan para expresarlo todo!

¿O será un exceso heroico de dominio de sí, que todavía puede enseñarme muchos misterios de la conducta que yo ignoro? Ya lo creo, ya lo dudo. Y en este tira y afloja me canso y me desangro, recordando toda la escena, a lo largo de mis noches de soledad.

Se me ocurre, como una prueba más cuya conclusión yo mismo no sé cuál puede ser, mantenerme algunos días sobrio, no ser yo el que ataque, sino esperar la insinuación o la invitación de ella. Voy a juntar fuerzas para hacerlo así. Pero ¿cuál será la enseñanza que extraiga de este experimento? Lo ignoro. Lo ignoro todo. Me he enfrentado con una divinidad más fuerte que yo. Esto no estaba en mis libros. Tal vez otros hayan pasado por trances como el mío, pero nadie ha tenido el coraje de decírselo con claridad a sí propio, o de contarlo, para escarmiento, a los demás. Algunos lo aprenderán de mí, cuando yo me muera y se publique mi diario.

Entre las cosas que me incomodan en Cecilia, seguramente que una de las primeras es la limitación de su charla a unas cuantas trivialidades que todos los días se repiten con una regularidad automática. Sólo parece brillar su característico genio de invención verbal ante los pequeños sucesos inesperados de todos los días. Todo lo que es acontecimiento acostumbrado, lo comenta con iguales fórmulas, y no se causa de repetirlas. Ante la novedad, en cambio, siempre inventa una manera nueva de expresión. También la maledicencia social excita su ingenio, sobre todo cuando se refiere a las llamadas malas costumbres de los demás. Y no porque se complazca en censurarlas, sino en contemplarlas. En el fondo, lo acepta todo con una mezcla de indiferencia y de superioridad que tiene también su poquito de morbosa. Cuando cae en esos transitorios periodos de frigidez, hasta procuro herir esta cuerda para ver si por ahí la despierto. Me doy cuenta de que no es juego limpio, pero hasta hoy no he descubierto un procedimiento mejor.

El otro día, en pleno ejercicio, me preguntó inesperadamente ¡si era verdad que las mujeres decentes no se desnudaban del todo para hacer el amor! ¡Y yo figurándome que cierta tendencia a entregarse vestida era una afición larvada a sentirse víctima de una violación! De modo que lo que juzgué un rapto del temperamento no pasaba de ser una convención admitida por inexperiencia.

Y al mismo orden de inexperiencia debo atribuir sus preguntas sobre si siempre se hace el amor, a nuestro modo, sellando boca contra boca; o las desagradables sorpresas que me da esquivando a veces los besos para defender el famoso rouge.

Pero seguramente lo peor son ciertas reacciones que todavía se permite conmigo y que tengo por cierto no obedecen al cálculo, sino al arrastre social adquirido. De repente, cuando la acaricio, me rechaza, lo que ciertos autores eróticos de otro siglo llamaban “besos a la florentina”, diciendo que “no le gustan esas cosas”, o que le repugnan, aunque muchas otras veces las haya provocado ella misma.

Tal vez todo esto sea inexperiencia, pero también puede achacarse a las alternativas de frigidez, tan irritantes y absurdas. Ha comenzado a dar en la manía de no acompañarme hasta el fin pretextando que “no sabe hacerlo”; y poco a poco va descubriendo cierta debilidad o escasez biológica, aunque a los comienzos yo la tomé por una criatura de hierro.

Y luego, lo más extraño de todo: creo que, mezcladas confusamente entre estos síntomas, aparecen ciertas contracciones de arrepentimiento y ciertas vagas esperanzas matrimoniales. A veces habla de “regularizar estas locuras”, de poner término al desenfreno, y otras cosas por el estilo.

Y con todo ello se va arreglando para llevarme por la cuesta abajo de la pasión, entre contradicciones y sobresaltos, desconciertos y… ¡trivialidades!

Algo hay todavía que me inquieta en ella, pero es de tal modo complicado que voy a pensarlo más despacio antes de contárselo al papel.

30 de agosto

He aquí lo que pasa: Cecilia no tiene celos de mí, ni sabe lo que son los celos en general. Confieso que he incurrido en esa tonta maniobra de darle celos, por vulgar que sea, para ver si así rompo el muro de su impenetrabilidad, pero fue en vano. La otra tarde me dejé sorprender a medias con otra compañía, cuando ella se presentó en mi departamento. Fingió no darse cuenta de nada, se despidió y, por la noche, con grandes risas, me dijo: “Oye ¿por qué no me cuentas cómo la pasaste? Anda, dime quién era, deja que nos divirtamos los dos, no seas egoísta.”

Mis vulgares armas quedaron completamente inútiles. “Es que no me quiere, que no le importo” —llegué a decirme. “No sé para qué doy vueltas de ardilla en esta jaula.”

Interrumpo esta nota, presa de una gran desazón.

Buenos Aires, 20 de septiembre

Tomé de repente el vapor para Buenos Aires, y aquí me hallo desde hace días. La mente no me servía para nada, y me dejé llevar por la mecánica elemental de la fuga.

Un amigo me escribe, contándome que Cecilia quiso envenenarse y, en cuanto se recuperó, aceptó la proposición de matrimonio de un rico cafetero que la pretendía de meses atrás.

Caricatura de Reyes

Alfonso Reyes. «Análisis de una pasión», Obras completas XXIII Ficciones, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, pp. 51-64.

Ficcionario. Por Jorge Luis Borges