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(1878-1892)
Del Ateneo y la Revolución

Ifigenia cruel. Por Alfonso Reyes

Ifigenia Cruel es uno de los poemas clásicos de nuestras letras. Clásico en el sentido en que lo son Sindbad el Varado o Muerte sin Fin, y no sólo por su referencia griega. Junto con otros trece o catorce poemas, constituye lo que Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-1959), dejó de perdurable en poesía, a la altura de su vasta obra de polígrafo, la obra de mayor dimensión de nuestras letras (es bueno recordar esto ahora, cuando en nuestro país la inteligencia y la cultura se confunden con muchas cosas).
Reyes dedicó algunas páginas para justificar este espléndido poema dramático. No eran necesarias, pero constituyen una de las interpretaciones más nítidas que sobre el poema pueden hacerse. El tema es el sacerdocio de Ifigenia en Táuride. En Eurípides, Ifigenia se
vengaba de lo padecido en Áulide; en Reyes, lo hace sin venganza y sin memoria. En Eurípides, su hermano la cree inmolada; en Reyes, viene en su busca, pues sabe que está ahí. En Eurípides, el monarca es bárbaro; en Reyes, es sabio y compasivo. En Eurípides, Ifigenia regresa como sacerdotisa de la diosa; en Reyes, regresaría para desposarse con otro y asegurar descendencia, ya no como virgen sagrada.
Además de esta diferencia, hay una dualidad permanente en el poema de Reyes, que lo hace un poema fundamentalmente moderno. No acosa a Ifigenia el pasado, sino su conciencia; la acosa una oscura sensación de no ser sólo ella, sino también la otra, la que
recuerda subterráneamente, sin compartirse. En hechos sangrientos vive, creyendo que nace; así recuerda que en sangrientos festines ha nacido: su linaje nuevo es como el antiguo. Ella olvida, pero después recuerda lo que Orestes ignora; el olvido tiene más recuerdos que nosotros. Ella debió morir, pero vive; debió ser sacrificada, y es sacrificadora; es el castigo para los que a esas playas llegan y, sin embargo, es la castigada. Se divide ella misma entre la imaginación, poblada de fantasmas, y la lealtad del cuerpo (división difícil de plantear en una Ifigenia antigua). Su cuerpo fue leal con ese pueblo bárbaro; su deseo, con su linaje. Ella, la sacerdotisa, fue conminada por su hermano a descender de ese desdoblamiento y ser mujer, ser madre, ser cuidadora de su telar familiar. Se le pidió que fuera lo opuesto, no la que mata, sino la dadora de vida. Ifigenia se negó a hacerlo. Más parece con esto una versión suavizada de una diosa mexicana, dadora de muerte, que la sacerdotisa griega que en Eurípides retorna amorosa a su país.
Ahora bien, el punto central del poema es cómo llega Ifigenia a ser libre. Ya abriste pausa en los destinos, dice el Coro cuando lo ha logrado. Tal libertad no lo fue de lo sangriento; tampoco de su linaje; tampoco de la diosa, del país o de Orestes: su libertad consistió no en haber detenido los sangrientos hechos de los hijos de Tántalo, sino en aceptarlos, en continuarlos aún, resistiéndose a convertirse en madre de muchos hijos. En sí misma reunió los sacrificios antiguos con los suyos, elevados ya a rituales: su libertad fue haber
elevado la muerte a un altar, a una sacralidad. Reyes creyó haber expresado otra cosa: la superación de hechos políticos dolorosos en su familia, pero se engañó. Lo que pudo lograr fue que esos hechos permanecieran en las manos sangrientas de Ifigenia sacralizados, voluntarios. En Eurípides, Ifigenia logró el deseo de Reyes; en este poema, lo rechazó. Y el acto de libertad no provino de una emancipación de su familia: no fue la salvación de su familia o estirpe, sino de ella misma respecto a la otra, la oscura que por fin llegó a mostrarse ante las palabras de Orestes: la que apartó, la que expulsó de sí misma para quedar libre, vencida por el peso propio de la sangre de los sacrificados, defendida y oculta en el templo, cual virgen cruel, sola, amando este bárbaro país donde los sacrificios humanos continúan.

CARLOS MONTEMAYOR

Texto disponible en:

http://www.materialdelectura.unam.mx/images/stories/pdf5/alfonso-reyes-50.pdf

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La originalidad. Por Alfonso Reyes

Se nos dice que una de las ideas motrices del Romanticismo fue la preocupación por la originalidad, entendida como fin en sí, como meta directa… ¡y es un by-product!

Aunque tal angustia hace crisis en los extremosos, tanto que todos acaban por resultar triviales, habría que meditar mucho la sentencia de un maestro ultra, Lautréamont, quien dice que el milagro no puede ser obra individual, sino sólo colectiva. Ya lo sabíamos por el coro de sátiros, a cuya solicitud multánime aparece el dios, y funda la tragedia.

De donde, por largo rodeo, la teoría de la «pintura al collage» de Aragón. Tal teoría es aplicable a las letras, sobre todo en las apariciones o milagros. No escribimos entre todos el Quijote, claro es —aunque si en mucha parte—; pero, en cambio, la Ilíada… ¡Alto! Este ejemplo nos corrige y da a la idea su propio dibujo. Homero combina y organiza, pero es uno. No entendamos groseramente la doctrina. No se trata de collage, sino de absorción, digestión, refundición de los temas tradicionales. Toda creación es re-creación y recreación.

Alfonso Reyes, «La originalidad», De viva voz, Obras completas VIII, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, pág. 207

A Cuernavaca. Por Alfonso Reyes

A Cuernavaca voy, dulce retiro,
cuando, por veleidad o desaliento,
cedo al afán de interrumpir el cuento
y dar a mi relato algún respiro.

A Cuernavaca voy, que sólo aspiro
a disfrutar sus auras un momento:
pausa de libertad y esparcimiento
a la breve distancia de un suspiro.
Ni campo ni ciudad, cima ni hondura;
beata soledad, quietud que aplaca
o mansa compañía sin hartura.

Tibieza vegetal donde se hamaca
el ser en filosófica mesura…
¡A Cuernavaca voy, a Cuernavaca!

II

No sé si con mi ánimo lo inspiro
o si el reposo se me da de intento.
Sea realidad o fingimiento,
¿a qué me lo pregunto, a qué deliro?
Básteme ya saber, dulce retiro
que solazas mis sienes con tu aliento:
pausa de libertad y esparcimiento
a la breve distancia de un suspiro.

El sosiego y la luz el alma apura
como vino cordial; trina la urraca
y el laurel. de los pájaros murmura;

Vuela una nube; un astro se destaca,
y el tiempo mismo se suspende y dura . . .
¡A Cuernavaca voy, a Cuernavaca!

Nación y universidad. Por Alfonso Reyes

A nadie se oculta —sin volver ahora sobre las clásicas discusiones en torno a la idea de universidad que, desde Newman hasta Ortega y Gasset, debieran estar en la mente de cuantos a estas tareas se consagren (y abro aquí un paréntesis para mencionar con honor al sociólogo brasileño Tristao de Athayde, por lo mismo que no militamos en igual campo) —, a nadie se oculta que una universidad es, por su nombre, por su definición, por su oficio, algo universal aunque no extranjero: la ciencia no puede tener patria. Pero incurre en una confusión lamentable quien se figura que por eso sólo la universidad y la nación se contraponen. Cuanto enaltezca y mejore a un grupo humano, lo enaltece y mejora en su condición nacional. Cuando en la Edad Media, la Universidad de París congregaba a los estudiantes de todo el mundo, de aquellos barrios iban surgiendo naciones europeas modernas. El químico mexicano será más buen mexicano al paso que sea más buen químico; y mejor que si, en vez de limitarse —porque en esto estriba el peligro para nosotros— a ser un ensayador empírico, adjunto a cualquier metalería, llega a ser un verdadero investigador, capaz de ingresar en la muy mexicana, pero muy universal y científica tradición de Río de la Loza. El arquitecto mexicano será más buen mexicano mientras más buen arquitecto sea; y mejor que mejor si, en vez de limitarse a transportar mecánicamente los cánones de un búngalo aprendidos en «el-Sur-que-nos-queda-al-Norte», se injerta en la robusta tradición, varias veces secular, que es orgullo de las artes mexicanas y es asombro del mundo. Que en cuanto a querer averiguar dónde cae el límite exacto de lo mexicano o lo no mexicano, y cómo lo uno y lo otro se acomodan en lo universal, dejemos esta discusión estéril a los que prefieren no hacer nada, arrogándose el derecho de censurar lo que hacen los otros. Entreguémonos cuanto antes a la obra, seguros de que nos gobierna desde arriba una fatalidad venturosa, a la que nunca podremos escapar como no nos empeñemos en contrariarnos y adulterarnos a la fuerza. Hay una lealtad al trabajo, una docilidad a las líneas trazadas por la naturaleza del objeto mismo que nos preocupa; y esta lealtad o docilidad sustituyen con ventaja a las definiciones apriorísticas. Será mexicano todo lo bueno que haga un mexicano. Con todo, es innegable que hay ciertas direcciones preferidas por el espíritu de cada pueblo. Y sin ahondar en ello —que ni es el sitio, ni ha llegado para mí el momento— me atrevo a dejar aquí estas sugestiones: cuanto prefiera la calidad a la cantidad nos parecerá más mexicano, o más mexicanizante, que lo contrario. Y nos parecerá que defiende con más eficacia el patrimonio de nuestra nación (patrimonio hecho y, sobre todo, patrimonio por hacer) cuanto —para usar la lengua de Pascal— imponga el «espíritu de finura» por sobre el «espíritu de geometría». Somos una raza metafísica y poética; y no se rebelen contra esta declaración los amontonadores de energía física y de materia, que también eran así los egipcios, y también dejaron las pirámides. Quiero decir que nuestra universidad será más mexicana mientras más procure suscitar las virtudes en el alma de sus educandos, y menos se entretenga en averiguar —pongamos por caso— si las estatura sumadas de todos ellos completan tal o cual submúltiplo del meridiano terrestre. Y conste que no hago caricatura, sino que me refiero a aberraciones registradas y conocidas.

Alfonso Reyes. «Voto por la Universidad del Norte», Universidad, política y pueblo. Nota preliminar, selección y notas de José Emilio Pacheco. UNAM, 1967, pp. 18-20.

Morena. Por Alfonso Reyes

Trigueña nuez del Brasil,

castaña de Marañón:

tienes la color tostada

porque se te unta el sol.

De las algas mitológicas

en el marino crisol,

como la sal se te pega

tienes tostado el color.

Ilesa virgen de aceite,

lámpara de hondo fulgor:

sales a apagar el día,

ya diamante, ya carbón.

En el vaho de la arena

¿no se consume la flor?

No se consume: se alarga

el tallo, rompe el botón.

Misterio: ceniza y fruta;

ceniza sin amargor,

fruta áspera con acres

aromas de tocador.

Mirra y benjuí por los brazos,

gusto de clavo el pezón:

quien hace la ruta de Indias

corta la especia mejor.

Cierto, tenderé la vela:

me siento descubridor,

alumno de Marco Polo

y de Cristóbal Colón.

—¡Tierra!—grito, y en el seno

del barro que te crió,

hinca ya la carabela

la quilla y el espolón.

Tierra oscura me recibe,

en sorda germinación,

en la que saltan los árboles

como rayos de explosión.

Truena Dios, y mi ventura,

al tiempo que truena Dios,

está en volver a la sombra

donde he nacido yo.

—Callen las onzas de plata

cuando se escucha esta voz:

“Hijas de Jerusalén,

el sueldo de cobre soy.”

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