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Los cuatros avisos. Por Alfonso Reyes

I. LOS CUATRO AVISOS

EL AISLAMIENTO, una dolencia que no abate y deja margen a la meditación, determina un clima propicio para el examen de la propia conducta. Y más cuando la enfermedad hace padecer poco, pero se sabe mortal y que puede vencernos de súbito en cualquier instante, al menor descuido.

Vivir bajo una amenaza durante uno, dos, tres meses, puede aniquilar; pero también puede despejar en grado increíble nuestra visión del mundo. Los vapores que estorban la contemplación se disipan. Las cosas adquieren perfiles firmes y una nitidez deslumbradora. El olvido de los pequeños cuidados diarios, el reposo del cuerpo, la certeza de que el fin puede sobrevenir de repente, todo ello crea un desasimiento, una indiferencia superior que aclara y limpia la atmósfera del espíritu. Nos acercarnos a la Éstix y comenzamos a contemplarlo todo como en el recuerdo. Y ¿hay cosa que, siendo más nuestra, nos sea más ajena que el recuerdo? —¿Aquél era yo?—nos decimos. Y así, desde este termino indeciso, nuestra propia persona se deja observar a lo lejos.

Los médicos nos han dicho: —Ya nunca serás el que eras. Hazte a la idea de vivir de hoy más a media rienda. Otro ritmo, otra cantidad vital. Nada de las agilidades de ayer. Aunque no percibas padecimiento alguno, imagínate que llevas por corazón un jarrito de barro frágil, el cual ha comenzado a rajarse. (Acuérdate del cuento que te refirió Ávila Camacho.) De modo que. . . ¡mucho cuidado! ¡Parsimonia! Y, como dice el llamado “músico-poeta” en su disparate delicioso, cruzar la vida “con la lentitud de un personaje”. Un eco en mi romance “Cerro de la Silla”:

¡El corazón! Urna rota.
¡Qué juguete el corazón!
¡Pobre jarrito rajado!
¡Cerro mío: te lo doy!

El solo programa, por cuanto convida a ser otro en cierta manera, convida también a considerar a ese otro, al de antes, con alejamiento y despego. ¡Qué privilegiada situación para las reflexiones éticas! ¿No me envidias, lector? ¡Oh, sí! Me envidias seguramente, a poco que, en tus horas de soledad, hayas sentido palpitar esos reflejos azulados que, como en el poeta romántico, anuncian la vecindad de unas alas, de unos ángeles invisibles.

II

¡Tantas filosofías han brotado en la soledad, junto a la estufa de Descartes, en la cueva de Andrenio, en la torre del Vigía árabe! Y veamos, ¿a qué doctrina pediremos refugio en esta “noche del alma solitaria”? ¿Qué principios nos han conducido a lo largo de la existencia hasta el punto en que hoy descansamos? Muchos seguramente. Más de una vez habremos andado y desandado el camino. Más de una vez, creyendo cruzar las tempestades de la herejía, habremos caído, como el ensayista inglés, en el modesto ancoraje de la ortodoxia. Tal noción pudo seducirnos un día por atrevida y valiente, tal otra por elegante y sencilla, la de más allá por fastuosa y deslumbradora. Pero aquí, en esta quietud, en este silencio a que ahora nos acogemos, descubrimos que dos o tres sentimientos fundamentales han acompañado nuestra jornada, ostensible o secretamente, ríos subterráneos que de tiempo en tiempo afloran y nunca dejaron de retumbar en los hondos senos de nuestro ser.

Esta hora de soledad obliga a aceptar algunas evidencias, algunos lugares comunes que en vano tratan de disimular ante el mundo la capa de mundanidad con que solemos andar entre los hombres y los libros. ¿Hay nada más impopular que el lugar común, en esta clase u oficio de la inteligencia y las letras a que tenemos la honra de pertenecer? No: antes cualquier circunloquio o rodeo mental, cualquier perífrasis que dé aire de novedad, de paradoja, de dolce stil nuovo, de perla culta, de preciosismo, de vida y pensar peligrosos, de inmersión, no digamos ya en lo sobrenatural —que la religión es vieja como el mundo—, sino en la suprarreal, lo sonambúlico, lo perteneciente a alguna otra esfera ajena al sentido y a la razón. . . ¡Todo, antes que lo obvio!

¿Pensáis que exagero? Pues acercaos a vuestros amigos y enemigos, leed lo que por ahí se escribe, andad por ahí un poco en los campamentos literarios y luego me contaréis las nuevas. Y os ofrezco desde aquí un premio si siquiera me traéis un uno por ciento de grano, de evidencia, de lealtad para con la propia imagen del mundo, entre toda esa paja de ideas postizas, de frases mandadas hacer, de actitudes voluntariamente violentas. ¡Ay, cuánta humildad, cuánto sacrificio hacen falta para acercarse, desnudo, hasta la verdad!

III

Ea, pues, coraje. ¿Cuáles son esos dos o tres principios a que reducimos ahora nuestro mundo, al decantarlo y limpiarlo de heces y materias ociosas? Prescindamos del orden sagrado, de la religión, que es cosa aparte. Atengámonos a lo terreno, cuya dignidad no podría negar la sana teología, aunque se esfuercen por negarla todos los extravíos ascéticos. Aquí, para hollar esta tierra (y no para soñar o esperar en lo ultraterrestre); aquí, para viajar a lo largo de la carrera humana, dos filosofías morales, con las que desde luego nunca hemos cumplido cabalmente, se nos representan ahora como términos de la evidencia, como dos ángeles guardianes y custodios junto a nuestro lecho. Y tales son el Cinismo y el Estoicismo; pero sin olvidar la cortesía como brújula de andar entre hombres: que quede bien claro.

Y ojalá que el solo haber nombrado estas dos doctrinas no alarme a los incautos, y mi suerte me depare lectores que posean, al menos, alguna noticia sobre la historia de las culturas y sepan referir estas denominaciones a la Grecia que las vio nacer. Porque entonces sabrán también que el estoicismo y el cinismo—y este último sobre todo—distan mucho de significar, para los entendidos, lo que significan hoy por hoy en la conversación y el uso corrientes; que estoicismo no es mera resignación pasiva, sino una participación de la mente en el proceso del mundo, ni cinismo es en modo alguno desvergüenza o procacidad o ilícita desaprensión. Pena da que las palabras se gasten, se ensucien y perviertan, y así decaigan de su grado. Lo mismo ha pasado con el epicureísmo, que tantos toman hoy por una baja sensualidad, cuando fue una alegría del espíritu, un jardín en que se cultivaban como arbustos los más nobles estímulos. Y es suerte que los filósofos cirenaicos —amos y no esclavos de sus placeres, pero, eso sí, amigos de los placeres del cuerpo— hayan sido olvidados, porque, al menos, la posteridad, ignorándolos, los respeta.

Pero cuando se dice “estoico”, los más creen ver un varón de mal genio y ceño fruncido; * y cuando se dice “cínico”, algo muy parecido a eso que hoy se llama “el político profesional”, el poder en menos si acaso. Y si nos pusiéramos a sacar inventario de los términos decaídos y venidos a menos, y los términos de arribada o “nuevos ricos”, no sé a qué consecuencias llegaríamos sobre el valor, o siquiera el carácter de nuestra época. ¡Época que ve en la propaganda una virtud intrínseca; en disolver la persona dentro del grupo, el summum de los deberes cívicos y humanos; a la que no importa, ante todo, el averiguar si las doctrinas son verdaderas o falsas, sino el averiguar si son teóricas (académicas) o prácticas (de aplaudida charlatanería); usadas o nuevas, respetuosas (que se tienen por desdeñables) o audaces (así lo sean en la equivocación aceptada y sabida); época que llama “dinámico” a lo grosero, y que a todas horas califica con el excelso nombre de “realidad” a la falta de aseo en todas las formas corporales o espirituales!

* “. . . cette vertu stoique qu’on peint avec une mine sevère,un regard farouche, des cheveuz hérissés, le front ridé et en sueur, dans une posture pénible et tendue, loin des hommes, dans un morne silence, et seule sur la pointe d’un rocher. . .“ Charla de Pascal con M. de Saci, según N. Fontaine, Mémoires de Port Royal, en las Mémoires del oratoriano P. N. Desmolets (1728).

IV

El cinismo exige un despojo muy semejante a la cautela de las exploraciones científicas. En el fondo, impone una sumisión a los datos de la existencia; a aquello que, si no me equivoco, los filósofos suelen llamar “lo dado”. Por su parte, el estoicismo propone una determinada figura del universo y espera, a medio camino, que el hombre se acerque a aceptarla, orillas del río sobrenatural donde han pactado su acuerdo el yo y el no yo. De suerte que, contra lo que generalmente se supone, en el cinismo hay también un tanto de obediencia, y en el estoicismo, un tanto de libre elección.

Esta vez cinismo quiere decir realidad auténtica, realidad desnuda, y no escondida a su pozo ciertamente, sino brevemente expuesta al sol a modo de árbol ya brotado. Esta vez estoicismo quiere decir, desde luego, acatamiento a las normas universales que escapan a nuestro albedrío, pero aceptación por libre disciplina y por sanción intelectual, emancipación por el entendimiento, y obediencia a lo qué ha de ser obedecido: filosofía que sale al encuentro de la Creación y quiere colaborar con ella, siquiera acatándola. En suma, y reduciéndolo a la expresión más simple, verdad de un lado, y de otro, dignidad. Verdad sin estorbosas patrañas ni refracciones, sin disimulos ni acarreos parasitarios, sin pestañas ni adiposidades, asepsia perfecta, inteligencia. Y dignidad sin veleidades de lucha contra lo imposible —triste figura ésta, en que el hombre decae en simio y aun lanza alaridos estériles—, y libertad por comprensión, o sea, otra vez, asepsia perfecta, inteligencia. Y, sin remedio, la inteligencia significa crueldad, alegre sometimiento, bien templado acero.

Tal era la espada que, sin recordarlo ni saberlo, habíamos llevado al cinto. Tal la que tenemos aquí, colgada junto al lecho; la espada, como en el romance,

que estaba vieja y mohosa
por la ausencia de su amo.

Pues, en verdad, creo que la guardo por herencia desde mis abuelos.

Pero ¡qué acero! Y cómo rebrilla, a poco que la reclusión y la soledad nos han dado tiempo y antojo de limpiarlo y probarle el filo. Cinismo: verdad; estoicismo, dignidad. ¡Qué par de ángeles a la cabecera! ¡Qué dos reflejos del mandoble! Gracias, soledad; gracias, amenaza de muerte, que tales presentes me habéis traído. Verdad tan saludable y tan confortante como el agua helada para el sediento; dignidad tan severamente seductora como la conciencia misma de ocupar el sitio que nos incumbe. Al pan, pan, y al vino, vino, sí: y un adjudicar lo suyo, y nada más que lo suyo, a la piedra, a la flor, a la bestia, al hombre. Justicia que no sólo atribuye y distribuye las escalas de la realidad, sino que contenta el espíritu y hasta el cuerpo, como martillazo que da en el clavo. Alegría de la inteligencia, cruel por insobornable —cierto— y por precisa; pero gustosa por cuanto sacia igualmente la voluntad y el entendimiento. Transparencia que parece acortar distancias y hasta fundir sujeto y objeto —propia capacidad humana— o, para decirlo con el místico: “Amada en el amado transformada.”

Un mínimo de verdad: cinismo; un máximo de decencia: estoicismo. Con eso basta.

2 de julio de 1947.

Alfonso Reyes. «Los cuatros avisos», Obras completas XXIV, FCE, México, 1990, págs. 119-124.

La Ilíada de Homero (en Cuernavaca). Aristía de Alfonso Reyes. Por Braulio Hornedo Rocha

Ya estoy aquí en la tarea que Dios me dio.

Diario de Alfonso Reyes (15-X-1948)

A Gabriel (70) y Marycruz (80)

¿Tiene sentido distinguir entre la vida y la obra de Alfonso Reyes?, ¿acaso él mismo no lo dejó claramente establecido al final de su Constancia poética? «Quiero que la literatura sea una cabal explicación, y, por mi parte, no distingo entre mi vida y mis letras». ¿No dijo Goethe que «todas mis obras son fragmentos de una confesión general»?

Es tan abundante y variada la obra de Alfonso Reyes que inevitablemente intimida hasta a los más valientes lectores. La primera vez que abordamos el intento de leerlo nos preguntamos ¿por dónde empezar? Los veintiséis gruesos volúmenes donde se agrupan las 13,404 páginas que componen la edición de sus Obras completas en el Fondo de Cultura Económica, nos confirman ese acierto de Octavio Paz al señalar que los libros de Alfonso Reyes, no sólo son una obra, sino toda una literatura.

Ensayo, narrativa, crítica, teoría e historia literaria; filosofía, divulgación de la ciencia, memorias, dramaturgia y poesía, son algunos de los caudalosos afluentes que desembocan en la mar de la «literatura alfonsina». Su curiosidad intelectual lo abarca todo, desde la Crítica en la edad ateniense, hasta la poética en la obra de José Martí bajo la perspectiva de la mecánica cuántica. Lo mismo cultiva la recreación (que no sólo la traducción) de La Ilíada de Homero, que reflexiona cretinamente sobre la mezcalina, los garbanzos, el infinito, el cine, la radio, la servidumbre voluntaria o la teoría matemática de la información y los límites de la física. «Todo lo sabemos entre todos» era un proverbio que gustaba repetir, pero creo que sobre todo, le gustaba encarnarlo con su ejemplo.

Reyes «descubre» Cuernavaca en 1947 a la «breve distancia de un suspiro» de la Ciudad de México, buscando un lugar aislado para trabajar, y un clima y altura más adecuados para la dolencia cardiaca que padece desde 1944. Encuentra en Cuernavaca «la tibieza vegetal donde se hamaca el ser en filosófica mesura». Y estas pausas de libertad y esparcimiento creador le permiten tomar distancia de los ajetreos burocráticos derivados de sus múltiples responsabilidades como Presidente de El Colegio de México, fundador de El Colegio Nacional y miembro numerario en la Academia Mexicana de la Lengua, de la que será su director de 1957 a 1959.

Se hospeda las primeras ocasiones en el Hotel Chulavista y posteriormente se aficiona más al Hotel Marik en el centro de la ciudad de Cuernavaca; allí tiene un cuarto favorito desde donde contempla las formaciones rocosas tepoztecas como «indostánicas pagodas» o monumentales escenografías de «óperas wagnerianas». Se ocupa en ese año (1947) y en el siguiente de su traslado, no sólo llana traducción de la Ilíada de Homero, vertiendo el modelo original griego escrito en hexámetros, al español en versos alejandrinos (verso de catorce sílabas, dividido en dos hemistiquios, rimados y pareados), pero Reyes piensa sobre todo en el lector común y corriente, a quien las traducciones eruditas definitivamente lo espantan y hasta terminan ahuyentándolo. Pensaba como coautor, y quizá mejor, como cómplice de Homero, ocupándose atento en los lectores contemporáneos.

Esta tarea que «Dios le dio» es un ambicioso proyecto que, como diría su admirado Goethe, sólo un «epipoeta» de su talla podría emprender. Ya el sólo hecho de «transportar el verso homérico a las lenguas vivas es más difícil que encerrar al genio en la botella», y si a esto le agregamos el hacerlo con una métrica y un ritmo derivados de la rima castellana, entonces sí, la tarea parece poco menos que imposible, aún para un equipo numeroso de especialistas y ayudantes con becas, equipamientos y presupuestos millonarios como se estila en las universidades hoy en día. Que decir entonces de un solo poeta al finalizar sus cincuenta y trabajando por su cuenta.

Entre septiembre y noviembre del año 1948, Alfonso Reyes escribe en sus cada vez más frecuentes estancias en el Marik, (como para descansar haciendo adobes, dice el nunca mejor aplicado refrán) una colección de sonetos a manera de divertimento «prosaico, burlesco y sentimental, ocio o entretenimiento al margen de La Ilíada«. Recrea entre humorista y erudito, en ingeniosos sonetos, algunos de los personajes de la saga griega, instalándolos en Cuernavaca. Publica esta primera versión (de lo que será su Homero en Cuernavaca) al año siguiente (1949) en la revista Ábside, y dedica esta publicación al editor de la misma, «el sabio, inolvidable amigo y probo sacerdote (…) honra y luto de nuestras letras, desaparecido ha poco en plena labor», el padre Gabriel Méndez Plancarte, a quien Reyes apreciaba mucho por una estrecha amistad literaria y enigmáticamente espiritual. Y digo enigmática, porque es de hacerse notar como bien señala su colega y paisano Gabriel Zaid que:

Nada parece más ajeno a la obra de Reyes que el espíritu religioso. Su herencia liberal (y hasta masónica: su padre, como casi todos los hombres del poder entonces, era importante en la masonería); su afición de Grecia, de Goethe, de la Francia libertina; su gusto por la vida, su optimismo, su olímpica sonrisa (que vuela sobre el mal, en vez de sumergirse en la conciencia desgarrada) parecen indiferentes a la fe, la duda, la negación (Obras II, El Colegio Nacional, 1993, 531-540).

«No leo la lengua de Homero; la descifro apenas». Empieza por advertirnos don Alfonso en su prólogo a La Ilíada, como jugueteando detrás de un guiño, con esa singular sonrisa de niño que parece coronar en sus chinescos ojos, redondeándolos después para continuar, como si nada, con la cita que viene al caso:

Aunque entiendo poco griego -como dice Góngora en su romance-, un poco más entiendo de Grecia. No ofrezco un traslado de palabra a palabra, sino de concepto a concepto, ajustándome al documento original y conservando las expresiones literales que deben conservarse, sea por su valor histórico, sea por su valor estético. Me consiento alguna variación en los epítetos, cierta economía en los adjetivos superabundantes; castellanizo las locuciones en que es lícito intentarlo. Hasta conservo algunas reiteraciones del sujeto, características de Homero, y muy explicables por tratarse de un poema destinado a la fugaz recitación pública y no a la lectura solitaria. Pero adelanté con cuidado y prudencia, sin anacronismos, sin deslealtades. La fidelidad ha de ser de obra y no de palabra (Obras completas XIX, 91).

Este prólogo esclarecedor y además breve -recordemos que si lo bueno breve, dos veces bueno- está firmado en Cuernavaca durante el mes de noviembre de 1949, mientras terminaba la IX Rapsodia y revisaba y corregía incansable las anteriores. Con un estado de ánimo entusiasta anota en su diario:

Vuelvo a Cuernavaca, donde ¡acabé la IX Rapsodia de La Ilíada! y estoy en anotación general, puntas y ribetes, corrección de copias en limpio… Llegué a las 4 p.m. Tarde templadita y cielo sin mancha. ¡A trabajar en Homero! (…) Acabé mi faena a las 12 1/2 de la noche! De entusiasmo he perdido el sueño (Obras completas XIX, 12).

Entre insomnios entusiastas y correcciones inacabables transcurre el año de 1950, hasta que por fin entrega su Ilíada al Fondo de Cultura Económica el 8 de agosto. Todavía deberá de transcurrir un año para que:

Orfila, Joaquín Diez-Canedo, Agustín Millares, Raimundo Lida, y Julián Calvo me traen los preciosos primeros ejemplares de mi Ilíada I (tres ordinarios y uno fino), con colofón de 15 de septiembre (de) 1951.

Reyes está feliz como niño con juguete nuevo; la obra, la edición y hasta la crítica son resplandecientes, como ese Sol de Monterrey «despeinado y dulce, claro y amarillo, ese sol con sueño que sigue a los niños». Azorín publica una nota el 22 de julio del año anterior en el ABC de Madrid reconociendo que Reyes traslada su penetrativa del mundo clásico español al mundo helénico.

Las reacciones de los críticos en México y el mundo son semejantes en su admiración y reconocimiento. José Moreno Villa (Suplemento de Novedades, México, 20 de enero de 1952), Medardo Vitier (Diario de la Marina, La Habana, Cuba, 8 de marzo de 1952), Bernabé Navarro (Excélsior, México, 20 de abril de 1952), José Luis Lanuza (La Nación, Buenos Aires, 4 de mayo de 1952), Daniel Devoto (Sur, Buenos Aires, julio y agosto de 1952), Germán Arciniégas (Revista literaria Tegucigalpa, octubre 1952).

Recibe numerosas cartas personales de reconocimiento, de humanistas de la talla de Ramón Menéndez Pidal, Werner Jaeger, Tomás Navarro Tomás y José Gaos, entre otros notables pensadores, quienes coinciden en identificar una gran obra poética reflejo y recreación de otra gran obra poética. Alfonso Reyes es por esta hazaña singularísima «Aristía de Alfonso» con orgullo y desde entonces, nuestro Homero en Cuernavaca.

La Universidad Autónoma del Estado de Morelos comparte este orgullo con los lectores de una nueva centuria, reconociendo el generoso apoyo de innumerables personas e instituciones nacionales y extranjeras, entre las que es ineludible mencionar a Alicia Reyes, José Luis Martínez, José Emilio Pacheco, Gabriel Zaid y Adolfo Castañón, todos ellos fundadores del consejo directivo de la Cátedra Alfonso Reyes – El Colegio Nacional – UAEM. Así como agradecer también a la Universidad Nacional Autónoma de México, la Universidad Autónoma del Estado de Nuevo León, el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, la Academia Mexicana de la Lengua, CONACULTA – INBA,  el Fondo de Cultura Económica, El Colegio de México, y muy particularmente destacar nuestro reconocimiento a El Colegio Nacional.

Finalmente agradecemos a Ulrika Borges, María Elena García Pérez, Itzé Godínez Guerrero, Braulio Hornedo Farriol, Mila Nayelli Hornedo Farriol, María Trinidad Jacobo Soza, Angélica Jaimes Jiménez, Viridiana Moreno López, Enrique Palacios Martínez, Manuel Prieto Gómez, Adán Santamaría Ochoa, Mauricio Santoveña Arredondo, Miriam Suárez de la Vega y Camerina Soza García su generosa, entusiasta y a veces hasta involuntaria participación en el grupo editor responsable por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos y Matemágica.

Este libro obedece a diversos criterios de selección, prefiero aceptar que son arbitrarios antes que antológicos o representativos, lo que resume sus pretensiones es resumir lo escrito por Reyes en Cuernavaca; o bien, con temática relativa a esta ciudad donde «como vino cordial; trina la urraca y el laurel de los pájaros murmura… (mientras) el tiempo mismo se suspende y dura…»

Braulio Hornedo Rocha,

Cuernavaca, Morelos, México, noviembre de 2004