Archivo de la etiqueta: Mexico

Revista Savia Moderna (México, 1906)

En el momento de aparecer Savia Moderna, se notaba en todo el país un inusitado movimiento intelectual, se dice en una nota escrita en la revista, dentro de una sección que apareció solo en el primer número, llamada «Revista de Revistas».

El país vivía la creciente agitación, antecedente de la revuelta iniciada formalmente en 1910. El porfiriato llegaba a sus años críticos y en el ambiente intelectual las posiciones se diversificaban. Bajo estas circunstancias nació Savia Moderna.

Esta revista fue vástago directo de la Revista Moderna. Nació como consecuencia de la inquietud de un grupo de jóvenes que deseaba confirmar sus convicciones, expresar sus inquietudes. Dice Francisco Monterde que la revista no fue resultado de una segregación de disidentes, sino prolongación de la tendencia que aspiró a modernizar por completo la literatura mexicana.

Rafael López narra que la Redacción era pequeña y estaba ubicada en el quinto piso de un edificio en la esquina noroeste de la avenida 5 de Mayo y la calle Bolívar, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Era lugar de reunión del grupo y estudio de pintura de Diego Rivera.

Los fundadores de la revista fueron Alfonso Cravioto y Luis Castillo Ledón, pero —según José Rojas GarcidueñasCravioto era el verdadero impulsor y «el alma de la revista». José María Sierra fue retirado de su responsabilidad como secretario de redacción. En los números 4 y 5 aparece el nombre de Pedro Henríquez Ureña.

Savia Moderna apareció el 31 de marzo de 1906 y terminó con el número 5, del mes de julio del mismo año. El primer número se inicia con una nota de la Redacción titulada «En el umbral». En ella, los directores explican sus propósitos: comenzar una labor libre, bella, joven, artística, que desecha todo sectarismo.

Los fundadores de la revista no comulgaban con doctrinas. Aspiraban al desarrollo propio y no concordaban con ideas cerradas alrededor de corrientes definidas. Declaran su odio a tendencias como el Clasicismo, el Modernismo o el Romanticismo. El grupo se constituía para continuar la búsqueda de las nuevas formas literarias en México. En el primer número rinden tributo al gran antecesor, fallecido doce años antes, Manuel Gutiérrez Nájera. En números sucesivos recordarán, entre otros, a Manuel J. OthónJusto Sierra.

El primer número de Savia Moderna incluye una gran lista de redactores entre los que se encuentran Jesús Acevedo, Manuel Carpio, Eduardo Colín, Roberto Argüelles Bringas y Ricardo Gómez Robelo, Alberto Herrera, Rafael López, Enrique Urthoff, Jesús Villalpando, Julio Uranga, José Gamboa,Antonio Caso, Marcelino Dávalos, José Elizondo. En el número 3, de mayo de 1906, desaparecen de la lista Jesús Acevedo, Roberto Argüelles Bringas y Enrique Urthoff.

Al parecer, en la revista, los fundadores quisieron convivir con escritores de la generación que los precedía. De la referencia modernista se incluían Rafael López, Jesús Valenzuela, Luis G. Urbina, entre otros. El contenido de Savia Moderna, en este sentido, era verdaderamente ecléctico.

La mayor parte de los colaboradores pertenece al grupo formado alrededor de Cravioto. Algunos de los firmantes, que después pasaron a formar parte del Ateneo de la Juventud, son Antonio CasoAlfonso Reyes, Carlos González Peña y Pedro Henríquez Ureña, quien publicó allí su primer ensayo de crítica, recién llegado a México en enero de 1906.

Destaca el interés de Savia Moderna por las artes plásticas. En sus páginas hay ilustraciones y reproducciones con fotograbado. Aparecen óleos de Joaquín Clausell, Jorge Enciso, Diego Rivera y Fabrés; dibujos de Francisco Zubieta y una fotografía artística de Lupercio, entre otras cosas.

El interés por la pintura llevó a los emprendedores de Savia Moderna a realizar una exposición a mediados del año 1906, en un local de la calle Motolinía. Eso era —dice Rojas Garcidueñas— algo nada frecuente.

Por primera vez se exponen obras de Francisco de la Torre, Rafael Ponce de León y Diego Rivera. Se presentaron también Germán Gedovius, Antonio y Alberto Garduño, Saturnino Herrán, Joaquín Clausell, Jorge Enciso, Gabino Zárate, Roberto Montenegro, Sóstenes Ortega, Jesús Martínez Carrión y Rafael Lillo. El animador de este acontecimiento fue Gerardo Murillo («Dr. Atl»), quien acababa de llegar de Europa. Alfonso Reyes comentó que esta exposición, en pocos meses, provocó la efervescencia del impresionismo y la muerte súbita del estilo pompier.

Savia Moderna tuvo como secciones: «Autógrafos», que contiene textos manuscritos de escritores connotados; «Arte fotográfico», con una fotografía, reproducida en toda la página, de distinto autor en cada número; «Bibliografía», que contiene comentarios sobre diversas publicaciones de libros y revistas, homenajes, aniversarios y otros; «Nuestros artistas», que presentó información sobre artistas plásticos mexicanos; «Teatros extranjeros», con datos sobre obras, conciertos, óperas, etc.

La portada del primer número presenta el dibujo al carbón de una indígena desnuda, de perfil, tocando el arpa. En el resto de los números aparece la carrera de un indígena, en un dibujo al carbón de Diego Rivera.

Con la salida de Alfonso Cravioto del país rumbo a Europa termina la breve y sustanciosa vida de Savia Moderna.

Fuentes: Enciclopedia de la literatura de MéxicoDiccionario de literatura mexicana. Siglo XX, coordinación de Armando Pereira. Colaboración de Claudia Albarrán, Juan Antonio Rosado, Angélica Tornero. (2ª ed. Corregida y aumentada. México, D.F.: Universidad Nacional Autónoma de México / Instituto de Investigaciones Filológicas / Centro de Estudios Literarios / Ediciones Coyoacán [Filosofía y Cultura Contemporánea; 19], 2004).

Seguir leyendo Revista Savia Moderna (México, 1906)

Tres conceptos de cultura. Por Gabriel Zaid

Versión original: http://www.letraslibres.com/mexico-espana/tres-conceptos-cultura

De la cultura pueden subrayarse algunos aspectos: el patrimonio acumulado, la forma de heredarlo o el nivel adquirido por los herederos, lo cual se presta a confusiones. La educación acultura a los niños, pero no es la cultura, sino una forma de heredarla. No hay inconveniente en llamar cultura a la educación, siempre y cuando esté claro de qué estamos hablando.

Los griegos no tenían el concepto de cultura (Heidegger, Parmenides). El anacronismo de atribuir este concepto a la palabra paideia se entiende por la confusión entre educación y cultura, y por razones prácticas de traducción en ciertos contextos, como lo explica Werner Jaeger (Paideia. Los ideales de la cultura griega). Pero paideia (de pais, paidós, ‘muchacho’, como en la raíz de pedagogía) era educación. (La palabra paideia se usa todavía para el ministerio de educación, como puede verse en http://www.ypepth.gr.) Significativamente, en el griego moderno se introdujo la palabra koultoura, de origen latino (www.google.gr).

Los romanos inventaron el primer concepto de cultura: la cultura personal. Dieron a las palabras cultura, cultus, incultus (que tenían significados referentes al cultivo del campo y el culto a los dioses) un nuevo significado: cultivarse, adquirir personalmente el nivel de libertad, el espíritu crítico y la capacidad para vivir que es posible heredar de los grandes libros, el gran arte y los grandes ejemplos humanos. Cicerón habló de cultura animi, el cultivo del espíritu (Disputas tusculanas, 45 a. C.). Naturalmente, el cultivo de sí mismo ya existía, pero no estaba conceptualizado. Los romanos fueron “los primeros en tomar la cultura en serio” (Hannah Arendt, La crise de la culture).

La cultura personal puede ser favorecida, estorbada o ignorada por la educación o la buena educación; pero es otra cosa: lo que se hereda por el simple gusto de leer y apreciar las obras de arte, de crecer en la comprensión y transformación de la realidad y de sí mismo, de ser libre. El apetito de ser, de ver, de entender, de hacer, se mueve por su cuenta y aprende sobre la marcha; incluso cuando la familia, los amigos, la escuela, la sociedad, lo favorezcan. Todos nos educamos a todos, pero cada uno tiene que aprender por sí mismo.

Las instituciones de la cultura personal no son las del saber jerárquico, certificado y credencializado del mundo educativo, ni las del éxito comercial o mediático. Son las instituciones de la cultura libre: la lectura, la tertulia, la correspondencia, los circuitos del mundo editorial y artístico (publicaciones, librerías, bibliotecas, museos, galerías, tiendas de discos, salas de conciertos, de teatro, cine, danza) que organizan y difunden lo digno de ser leído, escuchado, visto, admirado, por gusto y nada más, ociosamente. Las “credenciales” de la cultura personal son la curiosidad, la ignorancia inteligente, el espíritu creador, la animación, el buen humor, la crítica, la libertad.

La Edad Media inventó la palabra modernus y el concepto de historia como progreso. En los siglos XII y XIII, el paraíso (perdido en el pasado, entrevisto por místicos y poetas en un presente perpetuo, esperado en el futuro absoluto del fin de los tiempos) se convierte en misión cristiana de progreso gradual (Joaquín de Fiore, Bernardo de Chartres, Roger Bacon). Se vuelve un paraíso deseable aquí y ahora, cotidiano, creciente, construible. Anima el Renacimiento, la Reforma, la Revolución, con un optimismo progresista que despierta la adhesión y la crítica.

Para Joaquín de Fiore, la eternidad divina se despliega en el tiempo como historia sagrada: la era del Padre, luego la del Hijo y finalmente la del Espíritu Santo. Para Leibniz (The Ultimate Origin of Things, 1697, http://www.earlymoderntexts.com), “hay un progreso perpetuo y libre del universo entero”, “que siempre está avanzando hacia más”, sin alcanzar la perfección de Dios. Para Teilhard de Chardin (El fenómeno humano, 1955), en el avance cosmológico hacia Omega, van apareciendo las especies, la vida humana y la noósfera que recubre el planeta (el mundo 3 de Popper, la atmósfera cultural). Todo lo cual supone la humanidad entera (no un pueblo elegido) que converge hacia más; y, por supuesto, hacia Dios.

La historia como progreso proyecta en el espacio los avances en el tiempo: la geografía como desigualdad. Hace de la misión histórica una misión imperialista: la redención de los pueblos atrasados. Hace del imperio, como en Constantino, un pueblo elegido para salvar a los demás; y de la cultura dominante, la cultura universal. La primera crítica es la religiosa: Los apóstoles “no usaron de la fuerza corporal, ni de multitud de ejércitos” (Bartolomé de las Casas, Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, 1537). Luego viene la crítica escéptica: Llamamos bárbaros a los que tienen otras costumbres, pero “los sobrepasamos en toda clase de barbaries” (Montaigne, Sobre los caníbales, 1580). Y, finalmente, la anticlerical. Voltaire se burla de Leibniz (y de los ateos), pero mantiene su optimismo. Cree en el progreso conducido por la Razón, rescatado del oscurantismo eclesiástico y las supersticiones populares. A la Razón se debe “la prodigiosa superioridad de nuestro siglo sobre los antiguos”. Europa ha dejado atrás a griegos y romanos (El siglo de Luis I, 1751).

La Ilustración inventa el segundo concepto de cultura: el nivel superior alcanzado por la humanidad. No es la cultura personal, sino social. Incluye el patrimonio acumulado por los grandes creadores, el saber alcanzado, el buen gusto, la pulida civilidad de las costumbres, las instituciones sociales, empezando por la propiedad. Para Rousseau, el primero que cercó un terreno, declaró “Esto es mío” y logró que respetaran su propiedad fue el fundador de la sociedad civil (Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, 1754). Para Adam Ferguson (An Essay on the History of Civil Society, 1767), toda la humanidad está en diversas etapas de progreso: salvajismo, barbarie o civilización. En este concepto, la sociedad civil no es el cuerpo social intermedio entre la familia y el Estado (Hegel), sino el estado de civilización frente al estado silvestre de la humanidad primitiva. Lo deseable es que todos alcancen el nivel superior (los niños, los adultos insuficientemente educados y los pueblos atrasados) y que el nivel vaya subiendo.

La crítica aparece en la misma Ilustración, y sobre todo en el Romanticismo. Cuando la Razón inventa la guillotina (para superar la barbarie clerical de la quema de brujas) y somete a los pueblos alemanes (para liberarlos del atraso), el entusiasmo por la cultura universal se nubla. Beethoven, como otros progresistas, admiraba de lejos la Francia revolucionaria, hasta que los invadió.

El Romanticismo inventa el tercer concepto de cultura: la identidad comunitaria que defiende sus creencias, usos y costumbres de la barbarie progresista. Johann Gottfried Herder recoge el tema de que la humanidad, como si fuera una persona, se va desarrollando por grados sucesivos, y revira una crítica radical del progreso. Ninguna etapa es superior a otra. Cada cultura es su propia finalidad, no un paso previo a la supuesta cultura superior. La infancia tiene sentido por sí misma, no como preparación para la vida adulta. Ves como niñerías de un pueblo sus creencias, usos y costumbres, y quieres generosamente dotarlo de “tu deísmo filosófico, de tu virtud y honor de buen gusto, de tu amor por todos los pueblos en general, que rebosa opresión tolerante, explotación y filosofía de las luces”. El niño eres tú. (Otra filosofía de la historia, 1774, en Histoire et cultures)

De Herder deriva la antropología como estudio de las culturas particulares. Claude Lévi-Strauss, en su entrevista libro con Didier Éribon (De près et de loin) cuenta que Franz Boas “tenía en su comedor un cofre soberbio, esculpido y pintado por los indios kwakiutl, a los cuales dedica gran parte de su obra. Cuando le dije que vivir entre creadores de tales obras maestras debió de ser una experiencia única, me respondió secamente: ‘Son indios como los otros.’ Supongo que su relativismo cultural no le permitía establecer una jerarquía de valores entre los pueblos”.

La crítica de la cultura occidental culmina en el siglo XX. En 1919, ante el desastre de la guerra (1914-1918), quizá inspirado por el libro de Oswald Spengler (La decadencia de Occidente, 1918), Paul Valéry escribe una reflexión cuya primera frase se volvió famosa: “Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales.” “Elam, Nínive, Babilonia, eran bellos nombres vagos, y la ruina total de esos mundos nos decía poco, igual que su existencia.” “Ahora vemos que el abismo de la historia es suficientemente grande para todos. Sentimos que una civilización tiene la misma fragilidad que una vida.” (“La crise de l’Esprit”,Varieté i.) La frase contribuyó a la difusión del concepto de culturas en plural, aunque se refiere a las grandes civilizaciones, no a todas las culturas.

Se puede hablar, entonces, de un concepto clásico, un concepto ilustrado y un concepto romántico de la cultura. El primero subraya la forma de heredar (la frecuentación personal de los grandes libros, las grandes obras de arte, los grandes ejemplos); el segundo, el nivel alcanzado (la superioridad de los que están en la cumbre); el tercero, el patrimonio (todo lo que puede considerarse propio). Pero en los tres se dan los tres aspectos. Por ejemplo, con respecto al nivel: el concepto clásico ve la cultura como nivel personal (en comparación con otras personas); el ilustrado, como nivel social (en comparación con otras sociedades o estamentos); el romántico, como identidad (incomparable). El primero y el segundo son elitistas, frente al tercero, que enaltece la cultura popular y los valores comunitarios. El segundo y el tercero son paternalistas, a diferencia del primero, que enaltece el esfuerzo personal. En el concepto clásico, la cultura que importa es la mía: la que me lleva al diálogo con los grandes creadores. En el concepto ilustrado, hay una sola cultura universal que va progresando, ante la cual los pueblos son graduables como adelantados o atrasados. En el romántico, todos los pueblos son cultos (tienen su propia cultura); todas las culturas son particulares y ninguna es superior o inferior.

Gabriel Zaid, «Tres conceptos de cultura», Letras libres, 30 de junio de 2007

Historias de vida: José Emilio Pacheco

Historias de vida: José Emilio Pacheco. Canal once

Recordando a José Emilio Pacheco. Documental sobre su vida y obra

Breve documental sobre la vida y obra de José Emilio Pacheco, dirigido por Paulina Lavista:

Rubén Darío, genio municipal. Por Alfonso Reyes

Con todo,  yo tuve que hablar en una Glorieta de Madrid, en la última Fiesta de la Raza. Cuando sepáis que se trataba de bautizar esa Glorieta con el nombre de Rubén Darío, me perdonaréis mi alarde oratorio. Dije así:

Por delegación del Excelentísimo Señor Ministro de Cuba (a quien corresponde el derecho de antigüedad), toca al representante de México la honra inapreciable, de dar las gracias al Ayuntamiento de Madrid, en nombre del Cuerpo Diplomático hispano-americano —y seguramente interpretando él sentir de tantas naciones—, por la consagración que acabáis de hacer, señor Alcalde, de la Glorieta del Cisne, al alto poeta de los cisnes.

Pero habéis pronunciado, junto al nombre de Rubén Darío, otros nombres, para los americanos sagrados, que arrebatan mi atención a otra parte. Felicitémonos porque nos ha sido dable presenciar la hora en que las glorias de América pueden redundar en gloria de España. Renuncio a evocar siquiera la enorme suma de esfuerzos de comprensión que a uno y otro lado del mar ha hecho falta para que sea posible proponer, en la capital del orbe hispano, homenajes y recuerdos a los padres de América. Sois, españoles, ejemplares en la cordialidad generosa al reconocer y aceptar los valores humanos definitivos, así sean los del otro campo, y (según acabamos de verlo, por la vibrante carta de Grandmontagne) la misma severidad excesiva que adoptáis para juzgaros a vosotros mismos —heroica condición crítica de la mente, que alguna vez ha sido explotada en contra vuestra— se convierte en un extraño y viril desprendimiento, casi impolítico en ocasiones, siempre conmovedor y valiente, para reconocer, cuando es justo, la grandeza del contrincante. Habéis hecho, en la larga historia, un viaje a la tierra de las ambiciones y los poderes. Y estáis de regreso, entre el asombro de los que no siempre aciertan a entenderos, con una filosofía sencilla, en que muchas veces las contradicciones se avienen, formando una síntesis moral superior a los extravíos que todavía están costando a los pueblos lágrimas y sangre.

¡Feliz acuerdo el de consagrar en la Fiesta de la Raza un homenaje a la memoria del mayor poeta de la lengua durante los últimos siglos! Su nombre, desde hoy, queda incorporado a la vida diaria, callejera, de vuestra graciosa ciudad. Y, por justa paradoja y compensación, he aquí que convertís al solitario, al desigual, al rebelde y altivo genio, al pecador torturado y elegante, al león entre tímido y bravío, que de pronto se acobardaba y de pronto comenzaba a rugir, al melancólico que cruzaba la vida “ciego de ensueño y loco de armonía”, al hijo terrible de un Continente que es todo el un grito de insaciados anhelos, a nuestro Rubén Darío, el menos municipal de los hombres, en algo tan benéfico y manso como un Genio Municipal. Acógelo la divinidad que reina en las plazas y en las calles, y nosotros —buenos hijos de Roma— saludamos con ritos públicos, bajo el cielo de otoño, al héroe mensajero de las primaveras americanas.

La obra de Rubén Darío fue obra de concordia latina. América, desde la hora de su autonomía, venía padeciendo las dos circulaciones contrarias del ser que se arranca de la madre. Y mientras, por una parte, la expresión del alma española se purificaba en los mejores gramáticos que ha tenido la lengua —los americanos Andrés Bello, Rufino José Cuervo, Rafael Ángel de la Peña, Marco Fidel Suárez—, por otra se dejaba sentir una honda conmoción de sublevaciones más que juveniles: «¡Desespañolicémonos!», gritaba el argentino Sarmiento. «¡Desespañolicémonos!», gritaba el mexicano Ignacio Ramírez, en controversia contra vuestro gran Castelar… Éstos no eran independientes; no están aún desarticulados del centro hispano; eran todavía hijos adolescentes que se alzan contra las tradiciones y costumbres caseras, por su misma incapacidad de reformarlas a su gusto. Más tarde llegará la hora adulta, la hora ‘en que el americano pueda amar a España sin compromisos, sin explicaciones y sin protestas. La hora en que, sintiéndose otro, el hombre se siente semejante a sus familiares y como justificado en ellos. Los Dióscuros americanos Rubén Darío y José Enrique Rodó trazan, en trayectorias gemelas, esta elocuente declinación hacia España. Habéis escogido la más alta realización de América para sellar, con su recuerdo, la Fiesta de la Raza, y resulta que, de paso, habéis escogido el nombre de aquel en quien con más plenitud se expresa esta voluntad de amor a España por parte de una América ya emancipada y ya consciente de sus destinos. Porque ya no está a discusión —sino entre los necios y los sordos— el radical casticismo de Rubén Darío. “Francesismo”, se ha dicho. Y es verdad, porque Rubén Darío trajo a la masa de la lengua española, trajo a la atmósfera del alma española, cuanto el mundo tenía entonces que aprender de Francia. Acaso su condición de hijo de América le ayudaba a dar el salto mortal del espíritu. Nicaragua pesa sobre la mente mucho menos que España, y fue uno de los hijos más pobres el que se echó al mundo a conquistar, para toda la familia, las cosas buenas que entonces había por el mundo. Y un día volvió —hoy así lo vemos— cargado y reluciente de joyas, como un rey de fábulas.

En la gran renovación de la sensibilidad española, que precipita a América sobre España —donde España puede ya sacar el consuelo de sentirse reivindicada por los mismos a quienes se pretendía presentar como víctimas del error hispano—, Rubén Darío desató la palabra mágica en que todos habíamos de reconocernos como herederos de igual dolor y caballeros de la misma promesa. Poeta sumo, hombre vertiginoso, alma traspasada de sol, tramó con lo más íntimo de sus ternuras y lo más atronador de sus furores la escala de hexámetros de oro, el himno de esperanza más grande que vuela sobre las alas de la lengua:

¡Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda!

¡Espíritus fraternos, luminosas almas, salve!

Alfonso Reyes, «Rubén Darío, genio municipal», Glorieta de Rubén Darío, América, Obras completas IV, Fondo de Cultura Económica, México, 1956, pp. 318-320.