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Las tres Electras del teatro ateniense. Por Alfonso Reyes

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Para Pedro Henríquez Ureña

La grave culpa de Tántalo, prolongado a través del tiempo su influjo pernicioso, y como en virtud de una ley de compensación, fue contaminando con su maldad e hiriendo con su castigo a los numerosos Tantálidas, hasta que el último de ellos, Orestes, libertó, con la expiación final, a su raza, del fatalismo: pues ni el tormento del agua y los frutos vedados, ni el de la roca amenazante, bastaron a calmar la cólera de las potencias subterráneas; y sucedió que la semilla de maldición, atraída por Tántalo, germinará, ruinosamente, en el campo doméstico. Y desenrolló la fatalidad su curso, proyectándose por sobre los hijos de la raza; y ellos desfilaron, espectrales, esterilizando la tierra con los pies.

Pélope, hijo del Titán, heredó la maldición para transmitirla a la raza. Y el designio de Zeus se cumplía pavorosamente, en tanto que Tiestes y Atreo, los dos Pelópidas, divididos por aquella fraternal, se disputaban el cetro. Y, en convite criminal, Tiestes, engañado por Atreo, devoraba a sus propios hijos y, advertido de la abominación, desfallecía vomitando los despojos horrendos.

Tiestes había engendrado a Egisto, y Atreo, a la Fuerza de Agamemnón y al blondo Menelao. Y fue por Helena, hija del cisne y esposa de Menelao, por quien la llanura del Escamandro se pobló de guerreros muertos; y por Clitemnestra la Tindárida –que vino a ser, trágicamente, esposa de Agamemnón–, por quien nuevos dolores ensombrecieron la raza.

En tanto que Menelao y Agamemnón asediaban a los troyanos, para la conquista de Helena, Clitemnestra, aconsejada por Egisto su amante, prevenía el puñal. Y al puñal y a la astucia sucumbió Agamemnón, victorioso y de vuelta al lugar nativo, arrastrando tras sí, como por contagio de fatalidad, a la delirante Casandra. Así Clitemnestra regocijó a Egisto su amante, acreciendo las voluptuosidad del lecho.

Pero soñó con sueño augural –dice Esquilo–, que dragón nacido de sus propias entrañas y amamantando a su mismo seno sacaba del pezón materno, mezcladas, la sangre y la leche. Soñó –dice Sófocles– que Agamemnón, resucitado, plantaba en la tierra, orgullosamente, el antiguo cetro de Tántalo, y que el cetro soltaba ramas y, trocado en árbol floreciente, asombraba a toda Micenas.

Y vino Orestes, hijo de Agamemnón: vino del destierro a desgarrar el vientre materno, en venganza de su padre y atendiendo a los mandatos de Apolo. Y por ello sufrió persecución de las gentes y de las Erinies de la Madre; y ya, reñido con Menelao, se disponía a clavar su espada en el flanco de Helena, cuando ésta escapó hacía el éter, convertida en astro.

Perseguido por las Erinies y siempre acompañado del fiel Pílades, huyó Orestes abandonando a Electra su hermana. Y cuenta Esquilo que, perdonado en la tierra de Palas por el consejo de los ancianos, ante el cual los propios dioses comparecieron como partícipes en las acciones del héroe, halló Orestes fin a sus fatigas, y así terminó la expiación de la raza de Tántalo. Eurípides cuenta que, de aventura en aventura, Orestes dio, por fin, en tierra de tarros, donde, para alcanzar perdón, debía robar del templo la estatua de la diosa Artemis, y que ahí encontró a Ifigenia, su otra hermana, oficiando como sacerdotisa del templo: a Ifigenia, a quien su padre Agamemnón, constreñido por los oráculos, y para que sus caminasen con fortuna hacia Ilión, había creído sacrificar, en Áulide, a la propia Artemis, pero que, salvada por la diosa en el momento del sacrificio, cumplía hoy, como en una segunda vida, los ritos sangrientos de la divinidad, recordando, a veces, por la visión del sueño, su vida anterior, y no sabiendo qué hacer de su existencia. Orestes huyó de Táurida con la anhelada estatua, y, llevando consigo a Ifigenia, navegó hacia Atenas. Ésta es, según Eurípides, la suerte de la raza de Tántalo.

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