Diarios de Alfonso Reyes: Tomos I y II. Presentación editorial

Presentación editorial

Diarios de Alfonso Reyes

Tomos I y II

Miércoles 21 de marzo, 19 horas

Capilla Alfonsina

Ciudad de México

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A vueltas con el infinito. Por Alfonso Reyes

CUANDO yo estudiaba a Gracián, me detuve, con pasmo, ante esta maravilla de estilo: “Todos te conozcan, ninguno te abarque: que, con esta treta, lo moderado parecerá mu-cho; y lo mucho, infinito; y lo infinito, más” (El Héroe). No es poco alarde haber encontrado el modo de estirar todavía el infinito mediante una sola sílaba —más— que, a su vez, se alarga como un segundo infinito montado sobre el primero.

Pero, vamos a cuentas. Este acierto de estilo, este acierto artístico, ¿es también un acierto en el sentido estrictamente matemático? Si el infinito admite un aditamento, un más, ya no es infinito, sino sólo una enormidad indefinida, lo que no es igual. En el orden de los números infinitos, ni siquiera cabe decir que el todo es mayor que la parte: o sea, que no puede haber un todo infinito mayor que una parte también infinita. Si a una enorme colección de objetos (no digamos ya infinita), se le añade otro objeto, el resultado es prácticamente igual. ¿Quién puede distinguir entre un número escrito con millones de cifras, y otro con esos mismos millones de cifras y una unidad adicional? Ya sabemos que “uno más uno son dos”… relativamente. Porque, como decía Lebesgue, un león y un cordero no son dos animales, no: el león se come al cordero. Y eso mismo hace el infinito con algo más que se le añada. Lo infinito ya no puede estirarse, ya no da de sí, por lo mismo que da de sí eternamente. Pero cuando Gracián dice que lo infinito parecerá más, no hace sino invitarnos a adelantar unos pasos por un camino inacabable, lo cual es legítimo, supongo. Porque el hombre nunca percibe lo infinito, sólo puede percibir lo enorme. Lo infinito es un elemento de la matemática, pero no de la sensibilidad. De modo que, al fin y a la postre, se salva la frase de Gracián y lo dejamos en su buena opinión y fama.

Diciembre de 1955.

Alfonso Reyes, «A vueltas con el infinito», IV Las burlas veras, Obras Completas XXII, Fondo de Cultura Económica, México, 1989, p. 611

De la cibernética a la era sociodigital. Por Eloy Caloca Lafont

Cátedra Alfonso Reyes en Cuernavaca.

Ciclo de conferencias conversaciones: Cibernética y sociedad.

Miércoles 14 de marzo de 2018, 19:00 hrs. Museo de la Ciudad de Cuernavaca. Salón Azul. Centro Histórico.

Entrada libre.

CAR-2018

De la cibernética a la era sociodigital

Por M. H. Eloy Caloca Lafont*

Al final de los años noventa, la popularización de Internet daría paso al surgimiento de mensajeros en línea, salas de chat, blogs, entornos de simulación y sitios interactivos, modificando sustancialmente las reflexiones y debates en torno a la computación. En un primer momento la Red fue definida como una tecnología para almacenar e interrelacionar información en formato electrónico, por lo que aquellos pioneros en imaginarla y desarrollarla, desde Vannevar Bush hasta Ted Nelson o Tim Berners-Lee, la asumieron como un gran archivo o memoria expandida; sin embargo, a partir del 2004, el potencial de Internet para generar nuevas comunidades, prácticas, experiencias, afectos o modos de expresión hizo necesario considerar su dimensión social, más allá de su carácter técnico.

El comienzo de las redes sociodigitales y la web participativa, en la que los usuarios dejaron de ser simples consumidores de datos y pasaron a producirlos, provocó grandes cambios en las economías y en las telecomunicaciones. Algunas de las primeras creencias sobre la sociodigitalidad postularon que, en un futuro, los entornos digitales formarían sociedades virtuales, al margen de las materialidades cotidianas. Hoy día podemos darnos cuenta de que Internet no es una realidad ajena a nuestra cotidianidad, sino un juego de interfaces, protocolos e intercambios imbricados en las experiencias del día a día. Sus algoritmos, infraestructuras e inteligencias artificiales están cada vez más unidos a nuestros imaginarios, emociones y corporalidades.

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De mi padre. Por Alfonso Reyes

DE MI PADRE

 

DE ALEJANDRO y de César y de otros capitanes

ilustres por las armas y, a veces, la prudencia,

yo encontraba en mi padre como una vaga herencia,

aliento desprendido de aquellos huracanes.

 

Un tiempo al Mío Cid consagré mis afanes

para volcar en prosa sus versos y su esencia:

la sombra de mi padre, rondadora presencia,

era Rodrigo en bulto, palabras y ademanes.

 

Navegando la Ilíada, hoy otra vez lo veo:

de cóleras y audacias —Aquiles y Odiseo

imperativamente su forma se apodera.

 

Por él viví muy cerca del ruido del combate,

y, al evocar hazañas, es fuerza que retrate

mi mente las imágenes de su virtud guerrera.

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Fábula de los lectores reales. Por Alfonso Reyes

ÉSTE era un rey de Francia, por los días del Renacimiento, gran mecenas de las artes y de las letras, poeta él mismo, que se llamó Francisco I. Con él podían tratar de tú a tú los humanistas y sabios de la época, como Guillaume Budé, a quienes tenía por consejeros y amigos. A él se debe la institución de los “lectores reales”, institución que daría origen al Colegio de Francia. Esta ilustre casa de estudios vive aún en plena gloria y ha sido, más o menos, el modelo del Colegio Nacional creado en México hace diez años, para bien de nuestra cultura, por inspiración, sobre todo, del inolvidable Antonio Caso.

Entre los hechos más señalados del Renacimiento francés, ninguno iguala en trascendencia a la fundación del Colegio de Francia, el cual ejerció influjo profundísimo en la vida intelectual de Europa, mediante ese su nuevo régimen de enseñanza que Rabelais ha pintado en la carta de Gargantúa a Pantagruel:

“Hoy el mundo está lleno de sabios, preceptores muy doctos y muy abundantes bibliotecas.”

Hay que recordar, para ser justos, que el rey Francisco I, prisionero en España, había podido observar de cerca la admirable Universidad de Alcalá, obra del Cardenal Cisneros. El rey no olvidaría nunca la impresión entonces recibida, y por muchos años estuvo acariciando el proyecto de corregir en algún modo las ya lamentables deficiencias de la Sorbona.

En efecto, hacia el primer tercio del siglo XVI la Universidad de París, la inmortal Sorbona, padecía una de esas crisis que son meros reflejos de la desazón general. Sus enseñanzas, ya exangües y rutinarias, no acompañaban ni con mucho el ansia de renovación. Las luces que, de Italia, se difundían al resto del Occidente y derramaban por todas partes los tesoros de la antigua sabiduría, no lograban penetrar las densas nubes de la escolástica tradicional en que se envolvía la Sorbona. La Universidad, de espalda al tiempo, olvidaba su hermoso pasado y su misma razón de ser.

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Pues ¿no llegó la Universidad a considerar con malos ojos el que la regia voluntad de Francisco I creara un cuerpo de profesores para enseñar el latín, el griego y el hebreo? Aun persiguió a algunos de estos profesores, acusándolos de entregarse a los pecaminosos contactos con la cultura pagana, y especialmente, de contaminarse con la herejía de los reformistas o luteranos, por el empeño de acercarse al texto de los Evangelios según el criterio científico.

Pero estos catedráticos de humanismo —los lectores reales— habían echado a andar una poderosa máquina que ya nadie lograría detener. Ellos contaban con el favor real, cierto; aunque hay que entender lo que eso significa. No todo fue para ellos vida y dulzura; no se crea que su magna obra ignoró el dolor y el sacrificio: al contrario.

Ya, diez años antes de nombrar a sus lectores reales, Francisco I había hecho un bosquejo de sus vastos planes, encomendando al erudito Juan Láscaris, de Milán, un curso de griego para una docena de estudiantes. ¿Y en qué paró este ensayo? Láscaris, mientras pudo, tuvo que sostener de su propio bolsillo aquella cátedra singular, sin recibir del rey más que ofrecimientos y buenas palabras. A los dos años, Láscaris se vio obligado a cerrar sus puertas.

Las preocupaciones políticas y militares, el malestar moral que pesaba sobre Francia, los progresos de la Reforma y, para colmo, el golpe teatral que vino a ser la derrota de Pavía hicieron que Francisco I abandonara por unos años sus sueños de cultura. Finalmente, le fue dable nombrar a sus lectores reales hacia 1530.

Pero véase la situación de estos campeones renacentistas. Desde luego, la Sorbona los perseguía con sus rayos y fulminaciones. El ambiente estaba tan cargado, que aun haría víctima del encono religioso y arrancaría algunos gritos de combate a un poeta cortesano como Clement Marot, nacido para la dulzura. En la práctica, los programas de lenguas clásicas y orientales resultaron realmente excesivos, y hubo quienes diesen lecciones durante cuatro y cinco horas diarias. Los cursos se diseminaban por varios sitios de París, pues los lectores reales aún carecían de inmueble propio y acudían a la hospitalidad de cinco o seis colegios que se escalonaban por la montaña de Santa Genoveva. Las salas eran muy exiguas para los numerosos auditorios, y algunos maestros tuvieron que profesar al aire libre. En teoría, y sólo en teoría, se les concedió una asignación de 450 libras al año; pero si el rey otorgaba generosamente estas subvenciones nominales, la Administración de Finanzas no podía pagarlas. Así, los salarios correspondientes al año de 1531 sólo se pudieron cobrar en 1533.

Cuando se ausentaba de París el Cardenal Du Bellay, los pobres lectores reales, faltos de valedor, se encontraban en tan aflictivas condiciones que Jacques Toussaint y François Vatable le escribían diciéndole sin ambages: “Nos dejan perecer de hambre”. Y le contaban también que el colega Jean Stracel había debido interrumpir los cursos e irse a su tierra natal de Flandes para allá juntar, entre sus parientes, algún dinero que le permitiera mantener su situación en París… Tales fueron los humildes orígenes del Colegio de Francia.

Moraleja: ¿ Será necesario repetir que en todas partes cuecen habas?*

III-1953

* Cadena “Informaciones de México”.

Alfonso Reyes, «Fábula de los lectores reales», A campo traviesa,  Obras Completas XXIFondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 426-429.