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Cuestionario. Por Gabriel Zaid
Los surrealistas inventaron juegos de creación colectiva, como el «cadáver exquisito». También el uso de cuestionarios para encuestas, antes que los sociólogos, y antes que los investigadores de mercados (de quienes, según C. Wright Mills, lo sociólogos lo tomaron). Quizá Breton lo derivó de su experiencia médica, o de su interés en el psicoanálisis. El uso de un cuestionario de rutina para la auscultación de pacientes (aunque no como parte de una encuesta) era común en la medicina francesa. Jung experimentó con series fijas de palabras para descubrir cuáles provocaban asociaciones pertubadoras para el paciente.
En particular, los surrealistas inventaron la pregunta que nos sigue hostigando: «¿Por qué escribe usted?» Lo realista (y lo surrealista) sería decir: «No sé». Aunque, afortunadamente, siempre hay quien sabe por qué sopla el viento, y hasta sabe soplar para suplirlo.
Pero escribir y publicar no son la misma cosa. Escribir siempre tiene algo de injustificable. Publicar es un acto público, que obliga a responsabilidades públicas. «¿Por qué publica usted?» debería poder responderse, diciendo (al menos): «Porque me atrevo a suponer que esto les pueda interesar a personas que desconozco». Imprimir para los amigos y conocidos, aunque bonito y justificable, no es lo mismo que publicar. Publicar es respetar a un desconocido. Abrir la puerta a no se sabe quién. Puerta —no hay que engañarse— que no conduce a la intimidad del autor, sino a la del lector; que le exige franquear, ejercer, realizar, a través de la lectura, una serie de actos que hacen más habitable su propia estancia en la realidad.
Leer es más difícil que escribir. Quien sabe como una palabra sigue a otra. Lo importante, lo difícil, es verificarlas personalmente, probar si dicen algo, leyendo. El autor es el primer lector que recorre un conjunto de palabras. Así como el antólogo o el museógrafo componen series de actos contemplativos a partir de cosas que no hicieron, el escritor junta palabras que no hizo, y que estaban ahí, desde hacía mucho tiempo, hechas, sabidas, vistas, catalogadas.
Escoger una lista de palabras, y firmarla como su autor, no sería más original que firmar un Poema. Un Poema es una antología de palabras. No una selección de palabras «de antología», particularmente bonitas o expresivas en sí, sino una serie que como serie de actos ejecutables resulte bonita o expresiva.
Quién sabe qué será una palabra en sí, un Poema en sí, un libro en sí. Toda palabra lleva a otra, todo poema implica otros, todo libro es parte de esa conversación interminable, inabarcable y a veces ininteligible que llamamos cultura. Una palabra cambia de sentido según el contexto, la oportunidad, la escena; un cuadro cambia de color y de forma según los cuadros vecinos; un poema se vuelve otro según el conjunto del cual forma parte (diario, revista, antología, libro, obras completas), según la tipografía, según el momento de publicación o de lectura, según el humor, la madurez o las expectativas del lector. Sin embargo, solemos pensar que hay poemas en sí, con algo de razón. Y esta unidad de referencia es suficientemente poderosa para imponerse a la atención del lector sobre la posible unidad del libro (a diferencia, por ejemplo, de lo que sucede con un capítulo de novela).
¿Hay algo más que añadir para invitar al lector? Una explicación de circunstancias. Práctica mortal se agotó demasiado pronto para no reeditarlo. Pero si la nueva edición va a ser para los lectores, ¿por qué no invitarlos a que se la hagan a su gusto? Al componer Práctica mortal, el autor creyó encontrar un libro nuevo, no una selección de sus mejores poemas, en la unidad de medio centenar escrito a lo largo de diecisiete años. Por razones (o equivocaciones) parecidas mantuvo inéditos otros que eran publicables, no recogió algunos publicados en forma suelta y eliminó otros publicados en libros anteriores. Pero ya que tiene en su casa varios ejemplares de la serie que como serie más le gusta, en tanto que lector, ¿por qué no reconocer otras necesidades y otras satisfacciones de otros lectores? Hasta en las series calisténicas, de yoga, de judo, etcétera, se reconoce que hay unidades seriales más bonitas, expresivas o satisfactorias para cada ejecutante. Cabe decir lo mismo de una serie de manteas o de una serie de actos de lectura.
Por supuesto que todo buen lector suele hacer esto por su cuenta, llegando a veces al extremo de hacerse sus propios libros, recortando o copiando textos que le gustan. La diferencia en este caso es que se invita a hacerlo como un juego de creación colectiva.
Los grados de intervención del lector pueden ser los siguientes:
- Como mínimo, clasificar los poemas en tres categorías: excluir, incluir, indiferencia. Para esto, en la tarjeta inserta, marcar la página correspondiente a cada poema con una cruz para excluirlo, encerrarla en un círculo para incluirlo y no marcar nada para indicar indiferencia. Se entiende que esto no es una clasificación; que el lector puede considerar que un poema es malo pero le gusta, mientras otro, que puede ser mejor, no le interesa personalmente.
- Proponer la ordenación de la serie más satisfactoria para su propia lectura, así como los títulos de cada sección (si hace secciones) y del libro completo (si su serie no se reduce a unos cuentas poemas o a ninguno). Para esto enviar un índice en hoja aparte.
- Modificar poemas, ya sea suprimiendo, añadiendo o cambiando palabras, espacios o signos ortográficos, en el texto o en el título. Enviar aparte.
- Escribir (o tomar de otro lado) poemas adicionales que se integren bien dentro de la serie que propone, haciéndola más satisfactoria para su propia lectura. Enviar aparte, indicando el lugar correspondiente.
Es imposible saber cuántos lectores quieren intervenir en el juego, en qué medida las intervenciones tengan coherencia colectiva. Pero me atrevo a suponer que no soy el único lector que ha sentido ganas de meterle mano a unas palabras ajenas (¿y cuáles no lo son?), por simpatía, por gusto, por necesidad del lector, no por simple manoseo posesivo; de la misma manera que, a veces, la lectura de un poema en otro idioma mueve a la traducción.
La carretilla alfonsina. Por Gabriel Zaid
Por Gabriel Zaid
Fuente: Letras Libres
Entre los cuentos y leyendas del folclor industrial, hay la historia del que llevaba materiales en una carretilla, sospechosamente. Una y otra vez, los inspectores revisaban la documentación, y todo estaba en regla; revisaban los materiales, para ver si no escondían otra cosa, y era inútil. El hombre se alejaba sonriendo, como triunfante de una travesura, y los inspectores se quedaban perplejos, derrotados en un juego que no entendían. Tardaron mucho en descubrir que se robaba las carretillas.
Los inspectores de Alfonso Reyes parecen más afortunados, pero no lo son. Una y otra vez han descubierto que sus conocimientos del griego eran limitados, que sus credenciales académicas (una simple licenciatura en derecho) eran del todo insuficientes para los temas que trataba. Que, en muchos casos, manejaba fuentes de segunda mano. Peor aún: que, en tal o cual caso, no hizo más que poner en sus propias palabras materiales ajenos. Para decirlo soezmente: que sus ensayos eran divulgación. ¿Cuál es el campo de su autoridad? Escribe bien, pero de todo. No puede ser. Entra y sale por los dominios universitarios, sin respetar jurisdicciones. Saquea la biblioteca, como si toda fuera suya. Lleva la carretilla con gracia, pero no lleva nada.
Aquí, como en su poesía, hay un problema de expectativas del lector. Si todo poema debe ser intenso y fascinante, los de Reyes decepcionan. Si la prosa no es más que el vehículo expositor de resultados de una investigación académica, sus ensayos aportan poco. Pero el lector que así los vea se lo merece, por no haber visto la mejor prosa del mundo: un resultado sorprendente que este genial investigador disimuló en la transparencia; un vehículo inesperado que les robó a los dioses, y que vale infinitamente más que los datos acarreados. Datos, por lo general, obsoletos al día siguiente: sin embargo, perennes en la sonrisa de un paseo de lujo.
La investigación artística de la lengua es investigación. De ahí pueden resultar descubrimientos importantes para quienes los sepan apreciar, y hasta para el vulgo. Pero se trata de investigaciones, descubrimientos y divulgaciones invisibles para los inspectores. Un poeta descubrió hace milenios que se pueden intercambiar las palabras usadas para el agua que corre y las lágrimas. ¿Qué hubo de nuevo en el experimento? Que nunca se había construido una frase como “ríos de lágrimas”; que sí se podía construir, y que decía algo nunca dicho sobre el dolor: que puede sentirse como algo caudaloso. Hay dolores que queman, como ácidos; dolores que pesan como piedras; dolores que sacuden, que asfixian, que envenenan. Pero también hay dolores que brotan caudalosamente y corren como un río. En lo cual hubo un triple descubrimiento: lingüístico (la construcción es válida, aunque nunca se había intentado), literario (una nueva metáfora, bonita y expresiva), psicológico (la taxonomía del dolor se enriquece con otra categoría).
La divulgación, naturalmente, no consistió en explicar a los legos el descubrimiento. Consistió simplemente en aprovecharlo, hasta que se volvió una frase vulgar, o en construir variantes a partir de ese hallazgo; algunas tan alejadas del original que resultaron descubrimientos adicionales. Por ejemplo: el del poeta que se remontó al origen de las lágrimas, le dio vuelta a la metáfora y dijo que los manantiales eran ojos. Esta nueva metáfora se divulgó tanto que fue lexicalizada: llamar ojo de agua a un manantial ya no se considera una creación poética de su autor, sino el nombre de algo, como cualquier otro nombre del vocabulario.
Un ensayo no es un informe de investigaciones realizadas en el laboratorio: es el laboratorio mismo, donde se ensaya la vida en un texto, donde se despliega la imaginación, creatividad, experimentación, sentido crítico del autor. Ensayar es eso: probar, investigar, nuevas formulaciones habitables por la lectura, nuevas posibilidades de ser leyendo. El equívoco surge cuando el ensayo, en vez de referirse, por ejemplo, a “La melancolía del viajero” (Calendario), se refiere a cuestiones que pueden o deben (según el lector estrecho) considerarse académicas. Surge cuando el lector se limita a leer los datos superables, no la prosa insuperable. Así también, el inspector puede indignarse con el actor que hace maravillosamente el papel de malo, en vez de admirarlo. O indignarse con Shakespeare, porque escribió la obra aprovechando un argumento ajeno. O con el pintor que considera suya la copia que hizo en un museo de un cuadro que le interesó, para observarlo y recrearse recreándolo (como Reyes reescribió a su manera y publicó en su Archivo un libro que le interesó). O indignarse con el público que escucha La Pasión según San Mateo sin saber alemán, aunque lo importante en esta obra no es lo que dice la letra, sino lo que dice Bach.
Reyes se dio cuenta del problema, y nos ayudó a entenderlo con una metáfora memorable: el ensayo es el centauro de los géneros. Un inspector de centauros difícilmente entenderá el juego, si cree que el centauro es un hombre a caballo; si cree que el caballo es simplemente un medio de transporte. El ensayo es arte y ciencia, pero su ciencia principal no está en el contenido acarreado, sino en la carretilla; no es la del profesor (aunque la aproveche, la ilumine o le abra caminos): su ciencia es la del artista que sabe experimentar, combinar, buscar, imaginar, construir, criticar, lo que quiere decir, antes de saberlo. El saber importante en un ensayo es el logrado al escribirlo: el que no existía antes, aunque el autor tuviera antes muchos otros saberes, propios o ajenos, que le sirvieron para ensayar.
Es posible que el ensayista avance por ambas vías, porque el centauro así lo pide. Que llegue a descubrir no sólo textos inéditos importantes que salen de su ser, su cabeza, sus manos, sino cosas que los especialistas no habían descubierto, y que deberían aprovechar. Desgraciadamente, no pueden hacerlo sin arriesgar su legitimidad. Se supone que, fuera del gremio, no puede haber descubrimientos válidos. Por eso es tan común el escamoteo mezquino de aprovechar, sin reconocer: sería mal visto citar a un ensayista en un trabajo académico. Lo cual es una pequeñez, pero sin importancia literaria; a menos que los ensayistas se dejen intimidar y actúen como si la creación fuese menos importante o menos investigación que el trabajo académico.
Reyes no se dejaba intimidar. A los veintitantos años, escribía reseñas admirables por su prosa, animación y precisión en la Revista de Filología Española (recogidas en Entre libros): como un filólogo que domina su técnica, en el doble sentido de ser profesional y de escribir muy por encima de su profesión: como verdadero escritor. Lo recordaba en Monterrey, treinta años después (“Mi idea de la historia”, Marginalia, segunda serie): “me sometí desde el buscarlo hasta el publicarlo con todo su aparato crítico. Pero no confundiría yo, sin embargo, esas disciplinas preparatorias con la exégesis y la valoración de la cultura a la que aspiraba. Lo que acontece es que las artimañas eruditas son reducibles a reglas automáticas fáciles de enseñar y que, una vez aprendidas, se aplican con impersonal monotonía. No pasa lo mismo para las artes de la interpretación y la narración, cuya técnica se resuelve en tener talento”. La importancia del distingo y, sobre todo, la jerarquización, salta a la vista en las reseñas de Entre libros, que se pueden leer sabrosamente, aunque fueron escritas entre 1912 y 1923. No importa que los libros y conocimientos a los cuales se refieren estén datados. La verdadera novedad, que sigue siendo noticia, como diría Pound (poetry is news that stays news), está en la prosa trabajada como poesía. Los datos envejecen, la carretilla no.
Es posible y deseable, como lo muestra Reyes, que el especialista sea mucho más que un especialista: un espíritu ensayante, un escritor de verdad. Ha sucedido con filósofos, historiadores, juristas, médicos. Pero, con el auge de la universidad como centro de formación de tecnócratas, la cultura libre (frente a la cultura asalariada), la cultura de autor (frente a la cultura autorizada por los trámites y el credencialismo), la creación de ideas, metáforas, perspectivas, formas de ver las cosas, parecen nada, frente a la solidez del trabajo académico. La jerarquización correcta es la contraria. El ensayo es tan difícil que los escritores mediocres no deberían ensayar: deberían limitarse al trabajo académico.
Es natural que los especialistas, sobre todo cuando la ciencia necesita grandes presupuestos, estén conscientes de la importancia de las relaciones públicas. Que practiquen dos formas de comunicación social complementarias: las notificaciones de resultados dirigidas formalmente a sus colegas en revistas especializadas y la divulgación para el gran público. Que vean los ensayos como divulgación.
Que lleguen a contratar escritores para exponer sus investigaciones. Pero el ensayo es un género literario de creación intelectual, no un servicio informativo de divulgación. La función ancilar (llamada así por Reyes en El deslinde) usa la prosa como ancila, sierva, esclava, criada, del material acarreado: como carretilla subordinada al laboratorio del especialista. El ensayo, por el contrario, subordina los datos (especializados o no) al laboratorio de la prosa, al laboratorio del saber que se busca en formulaciones inéditas, al laboratorio del ser que se cuestiona, se critica y se recrea en un texto.
El lector incapaz de recrearse, de reconstituirse, de reorganizarse, en la lectura de un ensayo que realmente ensaya, es un lector empobrecido por la cultura tecnocrática. No sabe que le robaron la carretilla.
The Selected Poetry. Gabriel Zaid
La literatura es ante todo un medio de resistencia: la creación le ofrece al hombre la posibilidad de anteponerse al destino inexorable de la muerte. A partir de la escritura, el individuo encuentra un camino para mitigar las incertidumbres y miedos, los fracasos y desazones; la escritura ofrece la posibilidad de una vida diferente a aquella a la que se está sujeto. Escribir es entonces “hacerse pasar por otro”, recrear un doble, recordar con una memoria ajena; la POESÍA ofrece la ilusión de una realidad percibida como “verdadera” dado que establece un mundo autónomo en sí mismo; la literatura enriquece la existencia.
A propósito de la publicación de The Selected Poetry, la extraordinaria POETA mexicana Malva Flores (Ciudad de México, 1961; Generación 1960) emula a Don Gabriel Zaid de la siguiente forma:
«En la contraportada de The Selected Poetry, de Gabriel Zaid, puede leerse un breve párrafo: “Gabriel Zaid vive en la ciudad de México con su esposa, la artista Basia Batorska, sus pinturas, tres gatos y diez mil libros. Su obra incluye poesía y crítica social. Es miembro de El Colegio Nacional.” Ignoro si fue el propio Zaid quien escribió esta versión condensada de su amplísimo currículum, aunque no me extrañaría. En la que sí firmó, publicada en Vuelta en junio de 1986, no aparecen estos datos mínimos, concretos, pero sí algunos atisbos que nos hacen saber de una vida (“lo que la gente dice que es la vida”) que encontró en la lectura, el paraíso; y en su existencia, una posibilidad:
El eterno recreo de LEER y ser leído en los ojos de mi MUJER, en las nubes y en los árboles de un cielo nuevo y una tierra nueva, en la conversación de todos con todos, resucitados en tu LIBRO«.
Basta acercarse al POEMA Danzón transfigurado para vibrar con la verdadera POESÍA:
Alguna vez,
alguna vez,
seremos cuerpo hasta los pies.¿Dónde está el alma?
Tus mejillas anidan pensativas.
¿Dónde está el alma?
Tus manos ponen atención.
¿Dónde está el alma?
Tus caderas opinan
y cambian de opinión.
Bárbara, celárent, dárii, feria.
Tus pies hacen discursos de emoción.
Todo tu cuerpo, brisa de inteligencia,
de cuerpo a cuerpo, roza la discusión.El tiempo rompe en olas venideras
y nos baña de música.
Para leer más, le convidamos a que consulte el siguiente artículo: Elegir: lectura de Gabriel Zaid: http://letraslibres.com/blogs/simpatias-y-diferencias/elegir-lectura-de-gabriel-zaid.