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La creación. Por Alfonso Reyes

JEHOVÁ se aburría divinamente.

—Me siento poeta creacionista —dijo al fin—. ¡Sea la luz!

Y fue la luz. Y creó la tierra y los cielos, las aves, los peces, los camellos y el hombre.

Y el hombre —Adán— recibió el encargo de poner nombre a los objetos de la creación. Y cuando acabó de enumerarlos todos, siguió creando objetos con la palabra.

Y Jehová observó:

—Privemos a Adán del don de crear por la palabra. De otra suerte, el mundo será pequeño para tanta creación, y el contenido será superior al continente.

Y Jehová, no pudiendo evitar que la palabra creara, inventó el ripio —que es como una falsa palabra— e inventó la palabra misteriosa, la que no se debe pronunciar, so pena de provocar catástrofes; por ejemplo, el nombre secreto de Alá, entre los antiguos árabes; el nombre secreto de Roma, sólo conocido de pocos iniciados y perdido ya para los sabios modernos.

Y de aquí el hermetismo: quien posee el nombre del dios, posee al dios; hay identidad entre el nombre y lo nombrado; luego conviene a la policía del universo que haya palabras misteriosas. Quien sabe mi nombre —mi nombre substancial— ése dispone de mí a su antojo.

—Y de aquí —opina un iniciado—, de aquí que Ivonne, Germaine y Georgette se resistan tanto a decirnos cómo se llaman.

Basta con enunciar una cosa para que exista. Pero hay que enunciarla “bien” (como en el Derecho Formulario); de lo contrario, sobreviene el ripio, que no crea.

Así pues, “crear” es hablar “bien”. No “crean” todos los que “hablan” (o escriben).

El Universal Ilustrado, México, 26 de agosto de 1920.

Alfonso Reyes, «La creación», Anecdotario inédito [1914-1959], Obras Completas XXIII, FCE, México, 1994, p. 423

Del revés. Por Alfonso Reyes

EN NUESTROS días, la crítica sólo cree ver escritores profundos en aquellos que están a disgusto dentro de su cuerpo o dentro de la naturaleza que les rodea y, sobre todo, en aquellos que le piden cuentas a Dios. A poco que se descubren asomos de “paranoia” o “esquizofrenia”, de malas herencias, de dolencias congénitas o adquiridas, de esas que desajustan la sensación del mundo, se obtiene patente de profundidad. En cambio, los otros son superficiales: como los griegos. Hemos vuelto de revés el sentido clásico.

Julio de 1954.

Alfonso Reyes, «Del revés», Las burlas veras, Obras Completas XXIIFCE, México, 1989, p. 445.

 

Del juego a la economía. Por Alfonso Reyes

I

LA MATEMÁTICA, la física, la química —las que provisionalmente suelen llamarse “ciencias exactas”— nos han cegado durante los dos últimos siglos con una serie de relámpagos. Las pobres ciencias humanas, las ciencias sociales o como se las quiera llamar, pudieron decirse, a su turno,

que el que a buen árbol se arri-

buena sombra le cobi-.

Y quisieron adoptar los métodos de las disciplinas experimentales, sin ver que no les convenían. El resultado es que se han quedado atrás o marcan el paso sin adelantar un palmo siquiera. Calculamos al centésimo de segundo el eclipse de un satélite de Júpiter, pero no sabemos evitar una guerra, una revolución, una huelga, un alza de los precios, mucho menos un desconcierto moral como el que causa hoy el acelerado progreso técnico, cuyo efecto más inmediato es el derrumbar tradiciones, sin tener prontos otros nuevos pilares para sostener el techo amenazado.

Y, como en la ocurrencia de Heine, el Golem, el Hombre Artificial de los cuentos, corre desesperadamente detrás de su ingeniero y creador, pidiéndole a gritos: “¡Dame un alma!” La máquina se va de las manos y, en su inconsciencia, empieza a matar a los hombres que la inventaron. La máquina padece ya delicadezas, fatigas y exacerbaciones nerviosas, según la Cibernética del doctor Wiener nos lo acaba de revelar. El Robot, fantasma inhumano, quiere alardear de prójimo nuestro, mientras nos asesta un golpe fatal. La bomba atómica y la bomba de hidrógeno calientan sus malas intenciones, preparándose a obrar por su cuenta y riesgo, sin contar con la ética ni otras antiguallas, que fueron antaño el orgullo de nuestra especie.

De tiempo en tiempo, la intromisión impertinente del método ajeno alcanza extremos irritables, como en la “sociología matemática” de Volterra, odiosa reducción de las evoluciones humanas al automatismo de la materia; como en los ingeniosos esquemas de Wilfredo Pareto, a quien ya tachó Benedetto Croce de entregarse a la metafísica inconsciente, para que ésta metamorfosee la teleología en mecánica. De tiempo en tiempo también, los verdaderos hombres de ciencia aciertan a rectificar la postura y —ya que no resuelvan con reactivos científicos el nunca reducible misterio humano—, al menos, consiguen aislar y limitar tal misterio, acotar su terreno auténtico para evitar nuevas invasiones.

Entonces, tras de proceder al apeo y deslinde, plantan en la zona peligrosa unos letreros que dicen: “Propiedad privada del hombre. El método experimental abandone aquí toda esperanza. Las mismas nociones de causa y continuidad procedan con extrema cautela, porque la complejidad y velocidad de los fenómenos las dejan aquí en trance de casi completa esterilidad para toda aplicación práctica.”

Es posible que estos hombres de ciencia —Vendryès en su Vida y probabilidad, 1943, o Von Neumann y Morgenstern en su Teoría de los juegos y la conducta económica, 1944— se figuren haber hecho algo más, cuando apenas han emprendido una retirada estratégica. Pues ¿qué hemos ganado como fruto de sus arduas investigaciones? Hemos ganado el trazar, con precisión científica, una frontera, un cerco, en torno a los fenómenos que la ciencia no podrá nunca asimilar. Hemos accedido a un abandono científico de las pretensiones de la ciencia. Es una rendición honorable, nada más, pero es ya un progreso, y muy preferible, en todo caso, a la mentida ilusión de la victoria.

Pero ¿cuántos años, cuántos lustros tardarán todavía estas nociones en obtener el pasaporte que les dé ingreso a las aulas y a las enseñanzas oficiales?

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Diarios de Alfonso Reyes: Tomos I y II. Presentación editorial

Presentación editorial

Diarios de Alfonso Reyes

Tomos I y II

Miércoles 21 de marzo, 19 horas

Capilla Alfonsina

Ciudad de México

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De mi padre. Por Alfonso Reyes

DE MI PADRE

 

DE ALEJANDRO y de César y de otros capitanes

ilustres por las armas y, a veces, la prudencia,

yo encontraba en mi padre como una vaga herencia,

aliento desprendido de aquellos huracanes.

 

Un tiempo al Mío Cid consagré mis afanes

para volcar en prosa sus versos y su esencia:

la sombra de mi padre, rondadora presencia,

era Rodrigo en bulto, palabras y ademanes.

 

Navegando la Ilíada, hoy otra vez lo veo:

de cóleras y audacias —Aquiles y Odiseo

imperativamente su forma se apodera.

 

Por él viví muy cerca del ruido del combate,

y, al evocar hazañas, es fuerza que retrate

mi mente las imágenes de su virtud guerrera.

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