Archivo de la categoría: Obras Alfonso Reyes

Alfonso Reyes diplomático: intervenciones en la Conferencia Internacional de Estados Americanos. Montevideo (1933)

Durante la Séptima Conferencia Internacional de los Estados Americanos celebrada en Montevideo, Uruguay, el 26 de diciembre de 1933, además de que los estados miembros declararan la llamada «Política de buena vecindad» —la cual se oponía a la intervención estadounidense en los asuntos de los países de América— se aprobaron además las siguientes convenciones:

  1. Asilo político: ver documento.
  2. Derechos y deberes de los estados: ver documento.
  3. Enseñanza de la historia: ver documento.
  4. Extradición: ver documento.
  5. Nacionalidad de la mujer: ver documento.

Alfonso Reyes hizo parte del cuerpo diplomático mexicano junto con Jose Manuel Puig Casauranc, Basilio Vadillo, Genaro V. Vasquez, Romeo Ortega, Manuel J. Sierra y Eduardo Suárez.

Sitio web de referencia: http://www.oas.org

Nación y universidad. Por Alfonso Reyes

A nadie se oculta —sin volver ahora sobre las clásicas discusiones en torno a la idea de universidad que, desde Newman hasta Ortega y Gasset, debieran estar en la mente de cuantos a estas tareas se consagren (y abro aquí un paréntesis para mencionar con honor al sociólogo brasileño Tristao de Athayde, por lo mismo que no militamos en igual campo) —, a nadie se oculta que una universidad es, por su nombre, por su definición, por su oficio, algo universal aunque no extranjero: la ciencia no puede tener patria. Pero incurre en una confusión lamentable quien se figura que por eso sólo la universidad y la nación se contraponen. Cuanto enaltezca y mejore a un grupo humano, lo enaltece y mejora en su condición nacional. Cuando en la Edad Media, la Universidad de París congregaba a los estudiantes de todo el mundo, de aquellos barrios iban surgiendo naciones europeas modernas. El químico mexicano será más buen mexicano al paso que sea más buen químico; y mejor que si, en vez de limitarse —porque en esto estriba el peligro para nosotros— a ser un ensayador empírico, adjunto a cualquier metalería, llega a ser un verdadero investigador, capaz de ingresar en la muy mexicana, pero muy universal y científica tradición de Río de la Loza. El arquitecto mexicano será más buen mexicano mientras más buen arquitecto sea; y mejor que mejor si, en vez de limitarse a transportar mecánicamente los cánones de un búngalo aprendidos en «el-Sur-que-nos-queda-al-Norte», se injerta en la robusta tradición, varias veces secular, que es orgullo de las artes mexicanas y es asombro del mundo. Que en cuanto a querer averiguar dónde cae el límite exacto de lo mexicano o lo no mexicano, y cómo lo uno y lo otro se acomodan en lo universal, dejemos esta discusión estéril a los que prefieren no hacer nada, arrogándose el derecho de censurar lo que hacen los otros. Entreguémonos cuanto antes a la obra, seguros de que nos gobierna desde arriba una fatalidad venturosa, a la que nunca podremos escapar como no nos empeñemos en contrariarnos y adulterarnos a la fuerza. Hay una lealtad al trabajo, una docilidad a las líneas trazadas por la naturaleza del objeto mismo que nos preocupa; y esta lealtad o docilidad sustituyen con ventaja a las definiciones apriorísticas. Será mexicano todo lo bueno que haga un mexicano. Con todo, es innegable que hay ciertas direcciones preferidas por el espíritu de cada pueblo. Y sin ahondar en ello —que ni es el sitio, ni ha llegado para mí el momento— me atrevo a dejar aquí estas sugestiones: cuanto prefiera la calidad a la cantidad nos parecerá más mexicano, o más mexicanizante, que lo contrario. Y nos parecerá que defiende con más eficacia el patrimonio de nuestra nación (patrimonio hecho y, sobre todo, patrimonio por hacer) cuanto —para usar la lengua de Pascal— imponga el «espíritu de finura» por sobre el «espíritu de geometría». Somos una raza metafísica y poética; y no se rebelen contra esta declaración los amontonadores de energía física y de materia, que también eran así los egipcios, y también dejaron las pirámides. Quiero decir que nuestra universidad será más mexicana mientras más procure suscitar las virtudes en el alma de sus educandos, y menos se entretenga en averiguar —pongamos por caso— si las estatura sumadas de todos ellos completan tal o cual submúltiplo del meridiano terrestre. Y conste que no hago caricatura, sino que me refiero a aberraciones registradas y conocidas.

Alfonso Reyes. «Voto por la Universidad del Norte», Universidad, política y pueblo. Nota preliminar, selección y notas de José Emilio Pacheco. UNAM, 1967, pp. 18-20.

Morena. Por Alfonso Reyes

Trigueña nuez del Brasil,

castaña de Marañón:

tienes la color tostada

porque se te unta el sol.

De las algas mitológicas

en el marino crisol,

como la sal se te pega

tienes tostado el color.

Ilesa virgen de aceite,

lámpara de hondo fulgor:

sales a apagar el día,

ya diamante, ya carbón.

En el vaho de la arena

¿no se consume la flor?

No se consume: se alarga

el tallo, rompe el botón.

Misterio: ceniza y fruta;

ceniza sin amargor,

fruta áspera con acres

aromas de tocador.

Mirra y benjuí por los brazos,

gusto de clavo el pezón:

quien hace la ruta de Indias

corta la especia mejor.

Cierto, tenderé la vela:

me siento descubridor,

alumno de Marco Polo

y de Cristóbal Colón.

—¡Tierra!—grito, y en el seno

del barro que te crió,

hinca ya la carabela

la quilla y el espolón.

Tierra oscura me recibe,

en sorda germinación,

en la que saltan los árboles

como rayos de explosión.

Truena Dios, y mi ventura,

al tiempo que truena Dios,

está en volver a la sombra

donde he nacido yo.

—Callen las onzas de plata

cuando se escucha esta voz:

“Hijas de Jerusalén,

el sueldo de cobre soy.”

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Cuatro soledades. Por Alfonso Reyes

1.ª
Clara voz de mis mañanas,
¿dónde estás?
Mi Rua das Laranjeiras,
donde aprendían los pájaros
a cantar en español.
¿Dónde estoy?
¿Dónde estáis y dónde estoy?
Cielo y mar, sonrisa y flor,
¿dónde estáis y dónde estoy?
Último sueño del tiempo
gracia, esperanza y perdón,
¿dónde estáis y dónde estoy?
¿Dónde la secreta dicha
que corría sin rumor?
¿Qué se hizo el rey don Juan,
los Infantes de Aragón?
¿Dónde estáis y dónde estoy?
¿Dónde las nubes de antaño?
¿Adónde te fuiste, amor?
¿Dónde apacientas tus greyes
y las guareces del sol?
Digan: ¿Quién la vio pasar?
(Y todos dicen: ¡Yo, no!)

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El coleccionista. Por Alfonso Reyes

1. Por qué ya no colecciono sonrisas

“He dejado de coleccionar sonrisas —a que antes fui tan aficionado— porque la experiencia del trato humano al fin enseña que se abusa más de la sonrisa que de la risa. Es más difícil fingir una risa que una sonrisa. Y los hombres suelen usar de la sonrisa como ripio social, para llenar todos los huecos de la conversación, o suplir las frases rituales del saludo, la despedida, el agradecimiento, la enhorabuena y demás mecánica de la cortesía.

“Yo mismo que, a fuer de especialista, he procurado en lo posible que mi sonrisa tenga siempre un contenido sustancioso y real, me sorprendí hace pocos meses dando un pésame con una sonrisa: una sonrisa externa, obligada, inconsciente, disciplinaria, muerta. Desde entonces desconfío mucho de las sonrisas.

“Las sonrisas sólo me interesan ya cuando vienen a ser, como alguna otra vez lo he dicho, el fulgor de un pensamiento solitario; de un pensamiento que tiene henchida del toda la conciencia, y se va escapando, manando, en breves vibraciones faciales. Entonces las sonrisas tienen el valor de una confesión, y hay que recogerlas con el ánimo tembloroso y codicioso. Pero, adquirido el hábito de distinguir estas sonrisas de las otras —de las sonrisas muertas—, ya no hay que preocuparse más; hay que pasar de largo. Dios escoge a los suyos: las buenas sonrisas se coleccionan solas. Por eso he dejado de coleccionar sonrisas desde hace algunos meses.

Además, hay ya muchos aficionados; el mercado ha perdido su su virginidad encantadora de antaño; entre la viciosa oferta y la excesiva demanda, los valores justos han desaparecido. Cualquiera mujer vende a precios fabulosos una sonrisa embustera, recién fabricada, pretendiendo que es una sonrisa Luis XIV o una sonrisa Directorio.

“Y no es que las falsificaciones carezcan necesariamente de valor, no. Hay, por ejemplo, sonrisas ‘sevillanas’, que valen por sí mismas mucho más que las de cuño oficial; las hay hechas por la noche en casa, de tapadillo, que no se pagarían con nada. Pero es que al verdadero coleccionador le puede gustar el artículo falsificado, a condición de que se lo propongan franca y expresamente como artículo falsificado. Yo tenía por ahí, arrumbadas en mi colección, dos o tres sonrisas completamente artificiales, hechizas, por las cuales he pagado varios años de adoración rendida. Pienso, entre los demás despojos de mi tesoro, legarlas a mis amigos para experiencia.

“Hay, sobre todo, algo que me inquieta: he dado en pensar que la sonrisa es una risa sin entrañas, una risa insalubre, sin eficacia vital; una risa que se ha vuelto loca y ha olvidado su propósito a medio camino, como flecha que se pierde en el aire. He dado en pensar que la sonrisa es una risa marchita, que ha crecido falta de luz y aire —planta blanquecina y sin sol—, anémica, raquítica, con unas piernecitas flacas y un cuerpo jorobadito; que la sonrisa es una risa de mal humor; una risa a la que tuercen el pescuezo a última hora: una ‘catarsis’ mancada, un desahogo que se arrepiente.

“Yo sé bien, en mi fuero interno, que todas éstas son malas ideas. Antes, en mi mejor época, aunque tales ideas me asaltaran, no me inquietaban ni hacían mella. Las tenía yo descontadas de antemano. Lo que me importaba era llegar a las almas colgado del hilo de araña de una sonrisa, como el amante que trepa hasta el balcón por las trenzas de oro de Ruiponche.

“Entonces solía yo perseguir con dolor la entrevista imagen de una Gioconda callejera, y era mi oración favorita aquella página de Pater dedicada a descifrar los mil y un sentidos del lienzo de Leonardo, de aquella insondable sonrisa, ‘siempre adornada con un toque siniestro’, perseguida siempre en múltiples tanteos juveniles en torno a los trazos del Verrocchio, que un día se deja aprisionar, adormecida al halago de las flautas de los bufones, como una paloma viva que cae, poco a poco, bajo el hipnotismo de la serpiente.

(Es más antigua que las rocas que la circundan; como el vampiro, ha muerto ya muchas veces y ha arrebatado su secreto a la tumba; y ha buceado en mares profundos, de donde trajo esa luz mortecina en que aparece bañada; y ha traficado en telas extrañas con los mercaderes de Oriente; y fue, como Leda, madre de la Elena de Troya y, como Santa Ana, fue madre de María; y todo esto no significa más para ella que el rumor de aquellas liras y flautas que la hacían sonreír, ni vive ya todo ello sino en la delicada insistencia con que ha logrado modelar sus rasgos mudables y teñir sus párpados y sus manos…)

“…Pero imaginad lo que sería una Mona Lisa exagerada, por la fatiga, en bruja ganchuda y rugosa: pues algo semejante ha venido a ser el misterio de la sonrisa para el coleccionador hastiado. Y cuando se llena uno de malas ideas, hay que cambiar de ambiente, de oficio. He dejado de coleccionar sonrisas, en busca de algo más serio, más directo, más cristalino.”

2. Ahora colecciono miradas

“Ahora colecciono miradas. Los ojos son unas ventanas por donde entra y sale la conciencia a toda hora. Hay conciencias de gusto amargo, y otras de gusto dulce. Las hay cálidas, las hay gélidas. Las hay que tienen el frío cariñoso de la primavera, o el calor discreto del nido. Todo eso se gusta por los ojos. Ese abandono de los ojos —ese “impudor”, exageraba Longino— nos cura un poco, nos revive un poco a los que estamos hastiados de descifrar sonrisas. Esa tremenda confesión de los ojos ha logrado al fin devolverme las emociones que me embotó el abuso de las sonrisas. Una mirada me sumerge en suaves delirios: “siembra mi corazón de estrellas”. Y, a poco de interrogarlas, no hay mirada que no responda: todas se entregan.

“Y voy, bajo los árboles de la primavera, como un Don Juan de las miradas, sorprendiendo, robando fuegos rojos, azules, fuegos castaños, fuegos grises. Las hay que convidan con la serenidad zarca de Atenea, y las hay que arrastran a la negra meditación del búho. Y éstas y las otras se me antojan: se me antojan imperiosamente como al sediento el vino.

“Cuando veo venir unos ojos abiertos (no todos los ojos abiertos están abiertos), de esos que van —sin saberlo— derramando el contenido secreto, hay algo que se estremece en mí: algo como un escozor de quemadura que quiere ser quemada otra vez. En este delicioso rebusco del dolor, “¡Quiero que me quemen esos ojos!”, digo al pasar. Y soy tan desdichado cuando pasan de largo, como Dante con su Beatriz, junto al puente aquel donde ella no quiso devolverle el saludo.

“Cuando yo muera y los médicos me abran el cuerpo para sacarme el alma, la van a encontrar llena de quemaduras del color de todos los ojos de las mujeres; si ya no es que encuentran un miserable puñado de cenizas: ¡toda se me habrá consumido en esta posesión imposible de las miradas, tonel sin fondo a los deseos! ¡Oh, dadme, dadme la mirada que fija y clava, la mirada que sacia como el vaso plenamente apurado!”

Alfonso Reyes, «El coleccionista», Calendario, Obras completas II, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, pp. 352-355.