Archivo de la categoría: Cátedra Alfonso Reyes en Cuernavaca

Octavio Paz y Julio Cortázar: baile en la Embajada de México en la India (1968)

Julio Cortázar, Octavio Paz, Aurora Bernárdez y Marie-José Tramini en los jardines de la Embajada de México en la India, a principios de 1968. La película, grabada con la cámara de Cortázar, fue conservada por Aurora Bernárdez y aprovechada por Eduardo Montes-Bradley en su película Cortázar: apuntes para un documental (Argentina, 2002). Hace años escribió Guillermo Sheridan sobre la danza de Octavio Paz.

Morena. Por Alfonso Reyes

Trigueña nuez del Brasil,

castaña de Marañón:

tienes la color tostada

porque se te unta el sol.

De las algas mitológicas

en el marino crisol,

como la sal se te pega

tienes tostado el color.

Ilesa virgen de aceite,

lámpara de hondo fulgor:

sales a apagar el día,

ya diamante, ya carbón.

En el vaho de la arena

¿no se consume la flor?

No se consume: se alarga

el tallo, rompe el botón.

Misterio: ceniza y fruta;

ceniza sin amargor,

fruta áspera con acres

aromas de tocador.

Mirra y benjuí por los brazos,

gusto de clavo el pezón:

quien hace la ruta de Indias

corta la especia mejor.

Cierto, tenderé la vela:

me siento descubridor,

alumno de Marco Polo

y de Cristóbal Colón.

—¡Tierra!—grito, y en el seno

del barro que te crió,

hinca ya la carabela

la quilla y el espolón.

Tierra oscura me recibe,

en sorda germinación,

en la que saltan los árboles

como rayos de explosión.

Truena Dios, y mi ventura,

al tiempo que truena Dios,

está en volver a la sombra

donde he nacido yo.

—Callen las onzas de plata

cuando se escucha esta voz:

“Hijas de Jerusalén,

el sueldo de cobre soy.”

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Cuatro soledades. Por Alfonso Reyes

1.ª
Clara voz de mis mañanas,
¿dónde estás?
Mi Rua das Laranjeiras,
donde aprendían los pájaros
a cantar en español.
¿Dónde estoy?
¿Dónde estáis y dónde estoy?
Cielo y mar, sonrisa y flor,
¿dónde estáis y dónde estoy?
Último sueño del tiempo
gracia, esperanza y perdón,
¿dónde estáis y dónde estoy?
¿Dónde la secreta dicha
que corría sin rumor?
¿Qué se hizo el rey don Juan,
los Infantes de Aragón?
¿Dónde estáis y dónde estoy?
¿Dónde las nubes de antaño?
¿Adónde te fuiste, amor?
¿Dónde apacientas tus greyes
y las guareces del sol?
Digan: ¿Quién la vio pasar?
(Y todos dicen: ¡Yo, no!)

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Invitación a los intelectuales y maestros para que se inscriban como misioneros (1922). Por José Vasconcelos

La Cámara de Diputados, voz legítima de la opinión nacional, acaba de declarar que la primera necesidad del país, en materia educativa, es intensificar el esfuerzo de los maestros misioneros creados no hace mucho tiempo por la Secretaría de Educación; maestros animados de espíritu apostólico que vayan a los campos a enseñar la vida; maestros de trabajo y de amor.

La Representación Nacional quiere que el maestro vaya al campo a compartir las penalidades de los humildes para educarlos con el ejemplo. Y el suscrito, que desde su discurso inaugural en la Universidad —hace más de dos años— esbozó este mismo programa, aunque no ha podido llevarlo a la práctica con toda la amplitud necesaria, recoge ahora las recomendaciones del Congreso con la devoción que merece un mandato nacional y desde luego invita a los intelectuales y a los maestros, a los más cultos intelectuales y a los más sabios maestros, para que realicen esta cruzada santa contra la ignorancia, inscribiéndose como misioneros de la civilización y del bien.

Ya es tiempo de demostrar a los campos que la ciudad no solamente incuba la explotación y el desdén, sino que puede engendrar abnegación y virtudes. Es menester que el intelectual se redima de su pecado de orgullo, aprendiendo la vida simple y dura del hombre del pueblo, pero no para rebajar su propia mente, sino para levantarla junto con la del humilde.

Me dirijo especialmente a los maestros jóvenes y cultos, a los escritores, a los poetas y los artistas, particularmente a los que aún no tienen treinta años y ya se han habituado al pasar oscuro de la ciudad, repartido entre una oficina, donde se simula el trabajo y unas cuantas horas de holganza o de vicios que la mentira convencional llama placeres, y les pregunto qué harían si un peligro social, como la aparición de un tirano o un peligro nacional, requieriése su denuedo?…

Me responderán que acudirán a las armas; pues bien, se trata de una lucha mucho más noble que la triste necesidad de ir a matar hombres; se trata de ir a salvar hombres; no de apagar la vida, sino de hacerla más luminosa. No seréis mensajeros de muerte, sino sembradores de alegría. Si sois poetas, renegad de vuestras rutinas, abrazándose por un año o dos a la pobreza, y partid a caminar por esos valles y esos montes donde el viento es puro y las estrellas son claras. Si sois artistas, ¿cómo esperáis hallar inspiración bajo el techo de la oficina o del hogar, o en medio de la estupidez de los salones? Si queréis hacer obra mañana, id primero a conocer la fatiga y el llanto, la claridad de los cielos y la altura del monte; id a despertar almas, que cada una que se despeje sera como una estrella que aparece en la tierra; alistaos en las filas de los maestros misioneros.

Los puestos vacantes serán cubiertos con los mejores, pues debemos evitar a toda costa que se pierda el esfuerzo que hará el Gobierno para pagar estos sueldos, si no logramos formar más que un ejército de burócratas. Lo más selecto y noble de la juventud mexicana tiene en estos instantes la ocasión de ir a imitar a Las Casas, el creador, al revés de tantas generaciones nuestras que no han hecho otra cosa que imitar a Cortés el destructor.

¡Soldados del ideal, más fuertes que todos los soldados de la materia, la Nación os llama; despertad dentro de vosotros todas las ambiciones de gloria y de bien, porque sonó la hora de una misión sublime! ¿Acaso no sentís en las plantas el ansia de pisar la tierra, y que el corazón se os enciende pensando en las almas que ansían la luz? ¿Qué valen todos los goces que compra el dinero de vuestros salarios, comparados con la gloria de los campos y la dicha de iluminar las almas? ¿Y qué importa todo lo que renunciás, si al comenzar a repartir sentiréis que crece dentro de vosotros un tesoro, multiplicado por la abundancia de vuestro sacrificio?

Sacrificio, no sólo por las comodidades que vais a abandonar, sino por la profesión de humildad que deberéis hacer para entender mejor las necesidades de vuestros alumnos; sacrificio porque tendréis que adiestrar las manos en el trabajo que aumenta el bienestar de vuestros instantes, y porque habréis de adoptar formas sencillas para trasmitir vuestras enseñanzas. Jamás se ha presentado a los jóvenes misión más noble; quienes la acepten serán, sin duda, luz del mañana y conductores de la generación próxima.

J. Vasconcelos

(Del «Heraldo de México», 20 de diciembre de 1922)

José Vasconcelos. «Invitación a los intelectuales y maestros para que se inscriban como misioneros», Boletín de la Secretaría de Educación Pública, México, 1923, pp. 177-178.

El coleccionista. Por Alfonso Reyes

1. Por qué ya no colecciono sonrisas

“He dejado de coleccionar sonrisas —a que antes fui tan aficionado— porque la experiencia del trato humano al fin enseña que se abusa más de la sonrisa que de la risa. Es más difícil fingir una risa que una sonrisa. Y los hombres suelen usar de la sonrisa como ripio social, para llenar todos los huecos de la conversación, o suplir las frases rituales del saludo, la despedida, el agradecimiento, la enhorabuena y demás mecánica de la cortesía.

“Yo mismo que, a fuer de especialista, he procurado en lo posible que mi sonrisa tenga siempre un contenido sustancioso y real, me sorprendí hace pocos meses dando un pésame con una sonrisa: una sonrisa externa, obligada, inconsciente, disciplinaria, muerta. Desde entonces desconfío mucho de las sonrisas.

“Las sonrisas sólo me interesan ya cuando vienen a ser, como alguna otra vez lo he dicho, el fulgor de un pensamiento solitario; de un pensamiento que tiene henchida del toda la conciencia, y se va escapando, manando, en breves vibraciones faciales. Entonces las sonrisas tienen el valor de una confesión, y hay que recogerlas con el ánimo tembloroso y codicioso. Pero, adquirido el hábito de distinguir estas sonrisas de las otras —de las sonrisas muertas—, ya no hay que preocuparse más; hay que pasar de largo. Dios escoge a los suyos: las buenas sonrisas se coleccionan solas. Por eso he dejado de coleccionar sonrisas desde hace algunos meses.

Además, hay ya muchos aficionados; el mercado ha perdido su su virginidad encantadora de antaño; entre la viciosa oferta y la excesiva demanda, los valores justos han desaparecido. Cualquiera mujer vende a precios fabulosos una sonrisa embustera, recién fabricada, pretendiendo que es una sonrisa Luis XIV o una sonrisa Directorio.

“Y no es que las falsificaciones carezcan necesariamente de valor, no. Hay, por ejemplo, sonrisas ‘sevillanas’, que valen por sí mismas mucho más que las de cuño oficial; las hay hechas por la noche en casa, de tapadillo, que no se pagarían con nada. Pero es que al verdadero coleccionador le puede gustar el artículo falsificado, a condición de que se lo propongan franca y expresamente como artículo falsificado. Yo tenía por ahí, arrumbadas en mi colección, dos o tres sonrisas completamente artificiales, hechizas, por las cuales he pagado varios años de adoración rendida. Pienso, entre los demás despojos de mi tesoro, legarlas a mis amigos para experiencia.

“Hay, sobre todo, algo que me inquieta: he dado en pensar que la sonrisa es una risa sin entrañas, una risa insalubre, sin eficacia vital; una risa que se ha vuelto loca y ha olvidado su propósito a medio camino, como flecha que se pierde en el aire. He dado en pensar que la sonrisa es una risa marchita, que ha crecido falta de luz y aire —planta blanquecina y sin sol—, anémica, raquítica, con unas piernecitas flacas y un cuerpo jorobadito; que la sonrisa es una risa de mal humor; una risa a la que tuercen el pescuezo a última hora: una ‘catarsis’ mancada, un desahogo que se arrepiente.

“Yo sé bien, en mi fuero interno, que todas éstas son malas ideas. Antes, en mi mejor época, aunque tales ideas me asaltaran, no me inquietaban ni hacían mella. Las tenía yo descontadas de antemano. Lo que me importaba era llegar a las almas colgado del hilo de araña de una sonrisa, como el amante que trepa hasta el balcón por las trenzas de oro de Ruiponche.

“Entonces solía yo perseguir con dolor la entrevista imagen de una Gioconda callejera, y era mi oración favorita aquella página de Pater dedicada a descifrar los mil y un sentidos del lienzo de Leonardo, de aquella insondable sonrisa, ‘siempre adornada con un toque siniestro’, perseguida siempre en múltiples tanteos juveniles en torno a los trazos del Verrocchio, que un día se deja aprisionar, adormecida al halago de las flautas de los bufones, como una paloma viva que cae, poco a poco, bajo el hipnotismo de la serpiente.

(Es más antigua que las rocas que la circundan; como el vampiro, ha muerto ya muchas veces y ha arrebatado su secreto a la tumba; y ha buceado en mares profundos, de donde trajo esa luz mortecina en que aparece bañada; y ha traficado en telas extrañas con los mercaderes de Oriente; y fue, como Leda, madre de la Elena de Troya y, como Santa Ana, fue madre de María; y todo esto no significa más para ella que el rumor de aquellas liras y flautas que la hacían sonreír, ni vive ya todo ello sino en la delicada insistencia con que ha logrado modelar sus rasgos mudables y teñir sus párpados y sus manos…)

“…Pero imaginad lo que sería una Mona Lisa exagerada, por la fatiga, en bruja ganchuda y rugosa: pues algo semejante ha venido a ser el misterio de la sonrisa para el coleccionador hastiado. Y cuando se llena uno de malas ideas, hay que cambiar de ambiente, de oficio. He dejado de coleccionar sonrisas, en busca de algo más serio, más directo, más cristalino.”

2. Ahora colecciono miradas

“Ahora colecciono miradas. Los ojos son unas ventanas por donde entra y sale la conciencia a toda hora. Hay conciencias de gusto amargo, y otras de gusto dulce. Las hay cálidas, las hay gélidas. Las hay que tienen el frío cariñoso de la primavera, o el calor discreto del nido. Todo eso se gusta por los ojos. Ese abandono de los ojos —ese “impudor”, exageraba Longino— nos cura un poco, nos revive un poco a los que estamos hastiados de descifrar sonrisas. Esa tremenda confesión de los ojos ha logrado al fin devolverme las emociones que me embotó el abuso de las sonrisas. Una mirada me sumerge en suaves delirios: “siembra mi corazón de estrellas”. Y, a poco de interrogarlas, no hay mirada que no responda: todas se entregan.

“Y voy, bajo los árboles de la primavera, como un Don Juan de las miradas, sorprendiendo, robando fuegos rojos, azules, fuegos castaños, fuegos grises. Las hay que convidan con la serenidad zarca de Atenea, y las hay que arrastran a la negra meditación del búho. Y éstas y las otras se me antojan: se me antojan imperiosamente como al sediento el vino.

“Cuando veo venir unos ojos abiertos (no todos los ojos abiertos están abiertos), de esos que van —sin saberlo— derramando el contenido secreto, hay algo que se estremece en mí: algo como un escozor de quemadura que quiere ser quemada otra vez. En este delicioso rebusco del dolor, “¡Quiero que me quemen esos ojos!”, digo al pasar. Y soy tan desdichado cuando pasan de largo, como Dante con su Beatriz, junto al puente aquel donde ella no quiso devolverle el saludo.

“Cuando yo muera y los médicos me abran el cuerpo para sacarme el alma, la van a encontrar llena de quemaduras del color de todos los ojos de las mujeres; si ya no es que encuentran un miserable puñado de cenizas: ¡toda se me habrá consumido en esta posesión imposible de las miradas, tonel sin fondo a los deseos! ¡Oh, dadme, dadme la mirada que fija y clava, la mirada que sacia como el vaso plenamente apurado!”

Alfonso Reyes, «El coleccionista», Calendario, Obras completas II, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, pp. 352-355.