Archivo de la etiqueta: Generación 1885

(1878-1892)
Del Ateneo y la Revolución

Octavio Paz, homenaje a cien años de su nacimiento. Por Agapito Maestre

Discurso inaugural del Dr. Agapito Maestre, Consejero de Educación de la Embajada de España en México, durante el homenaje a Octavio Paz por el centenario de su nacimiento. Puebla, noviembre 6 de 2013. Biblioteca Palafoxiana

La carretilla alfonsina. Por Gabriel Zaid

Por Gabriel Zaid

Fuente: Letras Libres

Carretilla de librosEntre los cuentos y leyendas del folclor industrial, hay la historia del que llevaba materiales en una carretilla, sospechosamente. Una y otra vez, los inspectores revisaban la documentación, y todo estaba en regla; revisaban los materiales, para ver si no escondían otra cosa, y era inútil. El hombre se alejaba sonriendo, como triunfante de una travesura, y los inspectores se quedaban perplejos, derrotados en un juego que no entendían. Tardaron mucho en descubrir que se robaba las carretillas.

Los inspectores de Alfonso Reyes parecen más afortunados, pero no lo son. Una y otra vez han descubierto que sus conocimientos del griego eran limitados, que sus credenciales académicas (una simple licenciatura en derecho) eran del todo insuficientes para los temas que trataba. Que, en muchos casos, manejaba fuentes de segunda mano. Peor aún: que, en tal o cual caso, no hizo más que poner en sus propias palabras materiales ajenos. Para decirlo soezmente: que sus ensayos eran divulgación. ¿Cuál es el campo de su autoridad? Escribe bien, pero de todo. No puede ser. Entra y sale por los dominios universitarios, sin respetar jurisdicciones. Saquea la biblioteca, como si toda fuera suya. Lleva la carretilla con gracia, pero no lleva nada.

Aquí, como en su poesía, hay un problema de expectativas del lector. Si todo poema debe ser intenso y fascinante, los de Reyes decepcionan. Si la prosa no es más que el vehículo expositor de resultados de una investigación académica, sus ensayos aportan poco. Pero el lector que así los vea se lo merece, por no haber visto la mejor prosa del mundo: un resultado sorprendente que este genial investigador disimuló en la transparencia; un vehículo inesperado que les robó a los dioses, y que vale infinitamente más que los datos acarreados. Datos, por lo general, obsoletos al día siguiente: sin embargo, perennes en la sonrisa de un paseo de lujo.

La investigación artística de la lengua es investigación. De ahí pueden resultar descubrimientos importantes para quienes los sepan apreciar, y hasta para el vulgo. Pero se trata de investigaciones, descubrimientos y divulgaciones invisibles para los inspectores. Un poeta descubrió hace milenios que se pueden intercambiar las palabras usadas para el agua que corre y las lágrimas. ¿Qué hubo de nuevo en el experimento? Que nunca se había construido una frase como “ríos de lágrimas”; que sí se podía construir, y que decía algo nunca dicho sobre el dolor: que puede sentirse como algo caudaloso. Hay dolores que queman, como ácidos; dolores que pesan como piedras; dolores que sacuden, que asfixian, que envenenan. Pero también hay dolores que brotan caudalosamente y corren como un río. En lo cual hubo un triple descubrimiento: lingüístico (la construcción es válida, aunque nunca se había intentado), literario (una nueva metáfora, bonita y expresiva), psicológico (la taxonomía del dolor se enriquece con otra categoría).

La divulgación, naturalmente, no consistió en explicar a los legos el descubrimiento. Consistió simplemente en aprovecharlo, hasta que se volvió una frase vulgar, o en construir variantes a partir de ese hallazgo; algunas tan alejadas del original que resultaron descubrimientos adicionales. Por ejemplo: el del poeta que se remontó al origen de las lágrimas, le dio vuelta a la metáfora y dijo que los manantiales eran ojos. Esta nueva metáfora se divulgó tanto que fue lexicalizada: llamar ojo de agua a un manantial ya no se considera una creación poética de su autor, sino el nombre de algo, como cualquier otro nombre del vocabulario.

Un ensayo no es un informe de investigaciones realizadas en el laboratorio: es el laboratorio mismo, donde se ensaya la vida en un texto, donde se despliega la imaginación, creatividad, experimentación, sentido crítico del autor. Ensayar es eso: probar, investigar, nuevas formulaciones habitables por la lectura, nuevas posibilidades de ser leyendo. El equívoco surge cuando el ensayo, en vez de referirse, por ejemplo, a “La melancolía del viajero” (Calendario), se refiere a cuestiones que pueden o deben (según el lector estrecho) considerarse académicas. Surge cuando el lector se limita a leer los datos superables, no la prosa insuperable. Así también, el inspector puede indignarse con el actor que hace maravillosamente el papel de malo, en vez de admirarlo. O indignarse con Shakespeare, porque escribió la obra aprovechando un argumento ajeno. O con el pintor que considera suya la copia que hizo en un museo de un cuadro que le interesó, para observarlo y recrearse recreándolo (como Reyes reescribió a su manera y publicó en su Archivo un libro que le interesó). O indignarse con el público que escucha La Pasión según San Mateo sin saber alemán, aunque lo importante en esta obra no es lo que dice la letra, sino lo que dice Bach.

Reyes se dio cuenta del problema, y nos ayudó a entenderlo con una metáfora memorable: el ensayo es el centauro de los géneros. Un inspector de centauros difícilmente entenderá el juego, si cree que el centauro es un hombre a caballo; si cree que el caballo es simplemente un medio de transporte. El ensayo es arte y ciencia, pero su ciencia principal no está en el contenido acarreado, sino en la carretilla; no es la del profesor (aunque la aproveche, la ilumine o le abra caminos): su ciencia es la del artista que sabe experimentar, combinar, buscar, imaginar, construir, criticar, lo que quiere decir, antes de saberlo. El saber importante en un ensayo es el logrado al escribirlo: el que no existía antes, aunque el autor tuviera antes muchos otros saberes, propios o ajenos, que le sirvieron para ensayar.

Es posible que el ensayista avance por ambas vías, porque el centauro así lo pide. Que llegue a descubrir no sólo textos inéditos importantes que salen de su ser, su cabeza, sus manos, sino cosas que los especialistas no habían descubierto, y que deberían aprovechar. Desgraciadamente, no pueden hacerlo sin arriesgar su legitimidad. Se supone que, fuera del gremio, no puede haber descubrimientos válidos. Por eso es tan común el escamoteo mezquino de aprovechar, sin reconocer: sería mal visto citar a un ensayista en un trabajo académico. Lo cual es una pequeñez, pero sin importancia literaria; a menos que los ensayistas se dejen intimidar y actúen como si la creación fuese menos importante o menos investigación que el trabajo académico.

Reyes no se dejaba intimidar. A los veintitantos años, escribía reseñas admirables por su prosa, animación y precisión en la Revista de Filología Española (recogidas en Entre libros): como un filólogo que domina su técnica, en el doble sentido de ser profesional y de escribir muy por encima de su profesión: como verdadero escritor. Lo recordaba en Monterrey, treinta años después (“Mi idea de la historia”, Marginalia, segunda serie): “me sometí desde el buscarlo hasta el publicarlo con todo su aparato crítico. Pero no confundiría yo, sin embargo, esas disciplinas preparatorias con la exégesis y la valoración de la cultura a la que aspiraba. Lo que acontece es que las artimañas eruditas son reducibles a reglas automáticas fáciles de enseñar y que, una vez aprendidas, se aplican con impersonal monotonía. No pasa lo mismo para las artes de la interpretación y la narración, cuya técnica se resuelve en tener talento”. La importancia del distingo y, sobre todo, la jerarquización, salta a la vista en las reseñas de Entre libros, que se pueden leer sabrosamente, aunque fueron escritas entre 1912 y 1923. No importa que los libros y conocimientos a los cuales se refieren estén datados. La verdadera novedad, que sigue siendo noticia, como diría Pound (poetry is news that stays news), está en la prosa trabajada como poesía. Los datos envejecen, la carretilla no.

Es posible y deseable, como lo muestra Reyes, que el especialista sea mucho más que un especialista: un espíritu ensayante, un escritor de verdad. Ha sucedido con filósofos, historiadores, juristas, médicos. Pero, con el auge de la universidad como centro de formación de tecnócratas, la cultura libre (frente a la cultura asalariada), la cultura de autor (frente a la cultura autorizada por los trámites y el credencialismo), la creación de ideas, metáforas, perspectivas, formas de ver las cosas, parecen nada, frente a la solidez del trabajo académico. La jerarquización correcta es la contraria. El ensayo es tan difícil que los escritores mediocres no deberían ensayar: deberían limitarse al trabajo académico.

Es natural que los especialistas, sobre todo cuando la ciencia necesita grandes presupuestos, estén conscientes de la importancia de las relaciones públicas. Que practiquen dos formas de comunicación social complementarias: las notificaciones de resultados dirigidas formalmente a sus colegas en revistas especializadas y la divulgación para el gran público. Que vean los ensayos como divulgación.

Que lleguen a contratar escritores para exponer sus investigaciones. Pero el ensayo es un género literario de creación intelectual, no un servicio informativo de divulgación. La función ancilar (llamada así por Reyes en El deslinde) usa la prosa como ancila, sierva, esclava, criada, del material acarreado: como carretilla subordinada al laboratorio del especialista. El ensayo, por el contrario, subordina los datos (especializados o no) al laboratorio de la prosa, al laboratorio del saber que se busca en formulaciones inéditas, al laboratorio del ser que se cuestiona, se critica y se recrea en un texto.

El lector incapaz de recrearse, de reconstituirse, de reorganizarse, en la lectura de un ensayo que realmente ensaya, es un lector empobrecido por la cultura tecnocrática. No sabe que le robaron la carretilla.

El Dios Amarillo. Por Alfonso Reyes Ochoa

Hay, en la familia materna, un personaje que me deslumbra. Vivía en las Islas Oceánicas, con centro principal en Manila. O los tenía por derecho propio, o había adquirido los rasgos de aquellos pueblos, a tanto respirar su aire y beber su agua, como diría Hipócrates. Desde luego, tartajeaba en lengua española; y los ojos vivos y oblicuos le echaban chispas las raras veces que llegaba a encolerizarse.

Traficaba en artes exóticas. Traía hasta Jalisco ricos cargamentos de sedas, burato y muaré; chales, mantones, telas bordadas que apenas alzaban entre sus cuatro esclavos, y gasas transparentes urdidas con la misma levedad de los sueños, cendales de la luna.

Un esclavo lo bañaba y lo ungía de extraños bálsamos, otro le tejía y trenzaba las guedejas, el tercero lo seguía con un parasol, el cuarto lo llevaba a casa de mi Abuela Josefa —creo que era su Abuelo— la butaca de madera preciosa.

Andaba como los potentados chinos, echando la barriga y contoneándose, para ocupar el mayor sitio y obligar a la gente humilde a estrecharse y escurrirse a su lado. Usaba botas federicas y calzón sin bragueta, abierto en los flancos, que llamaban «calzón de tapa-balazo». Le gustaba sentirse insólito; y como era filósofo, dejaba que se le burlaran los muchachos, mi madre entre ellos.

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Cervantes, hombre marginal. Julián Marías

Cervantes, hombre marginal

Julián Marías Aguilera (Valladolid, 17 de junio de 1914Madrid, 15 de diciembre de 2005; Generación 1915)

«Hace unos años, durante un viaje a la India, visité el Taj Mahal en Agra. Al verme con una cámara, un indio que estaba allí con otra, acompañado de su mujer y una niña, me pidió muy cortésmente el favor de que les hiciera una fotografía. Después hablamos unos momentos. Me preguntó de dónde era, y al decirle que de España contestó: Don Quijote. Me complació que fuese este nombre el que le evocara el de España y me pareció revelador del inmenso resplandor de la obra cervantina. Es CERVANTES, sin duda, la figura más conocida y popular de nuestras letras, una de las más grandes de la LITERATURA UNIVERSAL; pero al mismo tiempo es una figura que presenta un número excesivo de anomalías.

Por lo pronto, tiene una existencia social difusa, y no propiamente como escritor. Cervantes es el nombre más famoso de nuestra CULTURA, absolutamente familiar para los españoles y todos los que hablan nuestra lengua, pero si no me equivoco es poco y mal leído. A medida que voy haciendo calicatas en la lectura media de los HISPANOHABLANTES, me va invadiendo un pesimismo progresivo.

Por lo pronto, Cervantes aparece identificado con el Quijote; el resto de su obra, tan rica, compleja y sabrosa, se olvida. ¿Cuántos han leído Los trabajos de Persiles y Sigismunda, ese libro admirable, qué Azorín supo entender como nadie lo había hecho antes. Y casi lo mismo se podría decir de tantos libros que Cervantes se fatigó en escribir.

En segundo lugar, el propio Quijote más bien “se da por supuesto”, en virtud de un curioso mecanismo. Hace muchos años el Quijote se leía en la ESCUELA. Evidentemente esto no era muy acertado, porque el Quijote no se ha hecho para eso. Los NIÑOS o MUCHACHOS leían una versión reducida del Quijote, o unos cuantos capítulos, y esto venía a ser una especie de vacuna: los precoces lectores quedaban ya vacunados “contra” el Quijote. En el último fondo del alma de cada español se formaba una oscura decisión, nunca formulada, nunca expresa, de no leer jamás el Quijote. Si acaso, se leía algún capítulo en alguna ocasión solemne.

Hace ya bastante tiempo que cambió la actitud frente al Quijote: en los últimos decenios se ha dejado de leer en la ESCUELA; se ha pensado que debe leerse “después”, cuando ya se es ADULTO. Pero cuando hay que hacer las cosas “alguna vez”, ocurre como con la peregrinación a la Meca que deben hacer los musulmanes. ¿Cuándo? Una vez en la VIDA. ¡Entonces hay tiempo! La lectura del Quijote se demora. Hay que leerlo, ciertamente, pero ya se leerá más adelante. Pasa el tiempo. Y hay un momento, que sería curioso determinar en la biografía de cada individuo, en que se siente como una especie de remordimiento de no haber leído el Quijote; esto produce cierto embarazo interior: molesta no haber leído el Quijote. Pero como esto requeriría tiempo, y la vida está muy atropellada, se da por leído el Quijote. Hay un momento en que se supone que se ha leído, se cree -incluso de buena fe- que se ha leído, y naturalmente ya no se lee jamás.

Ocurre, además, y esta es la explicación más profunda de ese fenómeno, que el Quijote, en realidad, no hay que leerlo, porque “ESTÁ EN EL AMBIENTE”. Esta es su gran GLORIA. Está en todas partes: en las tallas de los muebles estilo “remordimiento español”; en los jarrones de cerámica; en los tapices; en todas las tiendas de objetos de regalo; de vez en cuando, incluso en una película. Se lo recibe por los poros, por el oído, por todas partes menos por la lectura. Estamos efectivamente saturados de quijotismo y de cervantismo. Hay FRASES HECHAS, alusiones coloquiales, REFRANES. Por tanto, no hace falta leerlo.

Yo creo que, a pesar de todo, hace falta. No es que me parezca desdeñable esa forma de presencia ambiental y difusa de CERVANTES y de DON QUIJOTE -ya quisieran los demás escritores tenerla-; pero no basta: los LIBROS, a última hora, se han hecho para ser leídos».

Julián Marías. Literatura y generaciones, Colección Austral Nº 1587, Espasa-Calpe, Madrid, 1975, pp. 9-11.

Arte Poética, Jorge Luis Borges

Para mejor comprender a Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 24 de agosto de 1899 – Ginebra, 14 de junio de 1986). Una mirada del universitario Alfonso Reyes Ochoa (Monterrey, 17 de mayo de 1889 – México, D.F., 27 de diciembre de 1959); miembros ilustres de las Generaciones 1900 y 1885, respectivamente. Argentina y México en conversación intergeneracional e intercultural.

ARTE POÉTICA

Mirar el río hecho de tiempo y de agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.

Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.

Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,

ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.

A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Ítaca
verde y humilde. El arte es esa Ítaca
de verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.