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La Ilíada de Homero (en Cuernavaca). Aristía de Alfonso Reyes. Por Braulio Hornedo Rocha
Ya estoy aquí en la tarea que Dios me dio.
Diario de Alfonso Reyes (15-X-1948)
A Gabriel (70) y Marycruz (80)
¿Tiene sentido distinguir entre la vida y la obra de Alfonso Reyes?, ¿acaso él mismo no lo dejó claramente establecido al final de su Constancia poética? «Quiero que la literatura sea una cabal explicación, y, por mi parte, no distingo entre mi vida y mis letras». ¿No dijo Goethe que «todas mis obras son fragmentos de una confesión general»?
Es tan abundante y variada la obra de Alfonso Reyes que inevitablemente intimida hasta a los más valientes lectores. La primera vez que abordamos el intento de leerlo nos preguntamos ¿por dónde empezar? Los veintiséis gruesos volúmenes donde se agrupan las 13,404 páginas que componen la edición de sus Obras completas en el Fondo de Cultura Económica, nos confirman ese acierto de Octavio Paz al señalar que los libros de Alfonso Reyes, no sólo son una obra, sino toda una literatura.
Ensayo, narrativa, crítica, teoría e historia literaria; filosofía, divulgación de la ciencia, memorias, dramaturgia y poesía, son algunos de los caudalosos afluentes que desembocan en la mar de la «literatura alfonsina». Su curiosidad intelectual lo abarca todo, desde la Crítica en la edad ateniense, hasta la poética en la obra de José Martí bajo la perspectiva de la mecánica cuántica. Lo mismo cultiva la recreación (que no sólo la traducción) de La Ilíada de Homero, que reflexiona cretinamente sobre la mezcalina, los garbanzos, el infinito, el cine, la radio, la servidumbre voluntaria o la teoría matemática de la información y los límites de la física. «Todo lo sabemos entre todos» era un proverbio que gustaba repetir, pero creo que sobre todo, le gustaba encarnarlo con su ejemplo.
Reyes «descubre» Cuernavaca en 1947 a la «breve distancia de un suspiro» de la Ciudad de México, buscando un lugar aislado para trabajar, y un clima y altura más adecuados para la dolencia cardiaca que padece desde 1944. Encuentra en Cuernavaca «la tibieza vegetal donde se hamaca el ser en filosófica mesura». Y estas pausas de libertad y esparcimiento creador le permiten tomar distancia de los ajetreos burocráticos derivados de sus múltiples responsabilidades como Presidente de El Colegio de México, fundador de El Colegio Nacional y miembro numerario en la Academia Mexicana de la Lengua, de la que será su director de 1957 a 1959.
Se hospeda las primeras ocasiones en el Hotel Chulavista y posteriormente se aficiona más al Hotel Marik en el centro de la ciudad de Cuernavaca; allí tiene un cuarto favorito desde donde contempla las formaciones rocosas tepoztecas como «indostánicas pagodas» o monumentales escenografías de «óperas wagnerianas». Se ocupa en ese año (1947) y en el siguiente de su traslado, no sólo llana traducción de la Ilíada de Homero, vertiendo el modelo original griego escrito en hexámetros, al español en versos alejandrinos (verso de catorce sílabas, dividido en dos hemistiquios, rimados y pareados), pero Reyes piensa sobre todo en el lector común y corriente, a quien las traducciones eruditas definitivamente lo espantan y hasta terminan ahuyentándolo. Pensaba como coautor, y quizá mejor, como cómplice de Homero, ocupándose atento en los lectores contemporáneos.
Esta tarea que «Dios le dio» es un ambicioso proyecto que, como diría su admirado Goethe, sólo un «epipoeta» de su talla podría emprender. Ya el sólo hecho de «transportar el verso homérico a las lenguas vivas es más difícil que encerrar al genio en la botella», y si a esto le agregamos el hacerlo con una métrica y un ritmo derivados de la rima castellana, entonces sí, la tarea parece poco menos que imposible, aún para un equipo numeroso de especialistas y ayudantes con becas, equipamientos y presupuestos millonarios como se estila en las universidades hoy en día. Que decir entonces de un solo poeta al finalizar sus cincuenta y trabajando por su cuenta.
Entre septiembre y noviembre del año 1948, Alfonso Reyes escribe en sus cada vez más frecuentes estancias en el Marik, (como para descansar haciendo adobes, dice el nunca mejor aplicado refrán) una colección de sonetos a manera de divertimento «prosaico, burlesco y sentimental, ocio o entretenimiento al margen de La Ilíada«. Recrea entre humorista y erudito, en ingeniosos sonetos, algunos de los personajes de la saga griega, instalándolos en Cuernavaca. Publica esta primera versión (de lo que será su Homero en Cuernavaca) al año siguiente (1949) en la revista Ábside, y dedica esta publicación al editor de la misma, «el sabio, inolvidable amigo y probo sacerdote (…) honra y luto de nuestras letras, desaparecido ha poco en plena labor», el padre Gabriel Méndez Plancarte, a quien Reyes apreciaba mucho por una estrecha amistad literaria y enigmáticamente espiritual. Y digo enigmática, porque es de hacerse notar como bien señala su colega y paisano Gabriel Zaid que:
Nada parece más ajeno a la obra de Reyes que el espíritu religioso. Su herencia liberal (y hasta masónica: su padre, como casi todos los hombres del poder entonces, era importante en la masonería); su afición de Grecia, de Goethe, de la Francia libertina; su gusto por la vida, su optimismo, su olímpica sonrisa (que vuela sobre el mal, en vez de sumergirse en la conciencia desgarrada) parecen indiferentes a la fe, la duda, la negación (Obras II, El Colegio Nacional, 1993, 531-540).
«No leo la lengua de Homero; la descifro apenas». Empieza por advertirnos don Alfonso en su prólogo a La Ilíada, como jugueteando detrás de un guiño, con esa singular sonrisa de niño que parece coronar en sus chinescos ojos, redondeándolos después para continuar, como si nada, con la cita que viene al caso:
Aunque entiendo poco griego -como dice Góngora en su romance-, un poco más entiendo de Grecia. No ofrezco un traslado de palabra a palabra, sino de concepto a concepto, ajustándome al documento original y conservando las expresiones literales que deben conservarse, sea por su valor histórico, sea por su valor estético. Me consiento alguna variación en los epítetos, cierta economía en los adjetivos superabundantes; castellanizo las locuciones en que es lícito intentarlo. Hasta conservo algunas reiteraciones del sujeto, características de Homero, y muy explicables por tratarse de un poema destinado a la fugaz recitación pública y no a la lectura solitaria. Pero adelanté con cuidado y prudencia, sin anacronismos, sin deslealtades. La fidelidad ha de ser de obra y no de palabra (Obras completas XIX, 91).
Este prólogo esclarecedor y además breve -recordemos que si lo bueno breve, dos veces bueno- está firmado en Cuernavaca durante el mes de noviembre de 1949, mientras terminaba la IX Rapsodia y revisaba y corregía incansable las anteriores. Con un estado de ánimo entusiasta anota en su diario:
Vuelvo a Cuernavaca, donde ¡acabé la IX Rapsodia de La Ilíada! y estoy en anotación general, puntas y ribetes, corrección de copias en limpio… Llegué a las 4 p.m. Tarde templadita y cielo sin mancha. ¡A trabajar en Homero! (…) Acabé mi faena a las 12 1/2 de la noche! De entusiasmo he perdido el sueño (Obras completas XIX, 12).
Entre insomnios entusiastas y correcciones inacabables transcurre el año de 1950, hasta que por fin entrega su Ilíada al Fondo de Cultura Económica el 8 de agosto. Todavía deberá de transcurrir un año para que:
Orfila, Joaquín Diez-Canedo, Agustín Millares, Raimundo Lida, y Julián Calvo me traen los preciosos primeros ejemplares de mi Ilíada I (tres ordinarios y uno fino), con colofón de 15 de septiembre (de) 1951.
Reyes está feliz como niño con juguete nuevo; la obra, la edición y hasta la crítica son resplandecientes, como ese Sol de Monterrey «despeinado y dulce, claro y amarillo, ese sol con sueño que sigue a los niños». Azorín publica una nota el 22 de julio del año anterior en el ABC de Madrid reconociendo que Reyes traslada su penetrativa del mundo clásico español al mundo helénico.
Las reacciones de los críticos en México y el mundo son semejantes en su admiración y reconocimiento. José Moreno Villa (Suplemento de Novedades, México, 20 de enero de 1952), Medardo Vitier (Diario de la Marina, La Habana, Cuba, 8 de marzo de 1952), Bernabé Navarro (Excélsior, México, 20 de abril de 1952), José Luis Lanuza (La Nación, Buenos Aires, 4 de mayo de 1952), Daniel Devoto (Sur, Buenos Aires, julio y agosto de 1952), Germán Arciniégas (Revista literaria Tegucigalpa, octubre 1952).
Recibe numerosas cartas personales de reconocimiento, de humanistas de la talla de Ramón Menéndez Pidal, Werner Jaeger, Tomás Navarro Tomás y José Gaos, entre otros notables pensadores, quienes coinciden en identificar una gran obra poética reflejo y recreación de otra gran obra poética. Alfonso Reyes es por esta hazaña singularísima «Aristía de Alfonso» con orgullo y desde entonces, nuestro Homero en Cuernavaca.
La Universidad Autónoma del Estado de Morelos comparte este orgullo con los lectores de una nueva centuria, reconociendo el generoso apoyo de innumerables personas e instituciones nacionales y extranjeras, entre las que es ineludible mencionar a Alicia Reyes, José Luis Martínez, José Emilio Pacheco, Gabriel Zaid y Adolfo Castañón, todos ellos fundadores del consejo directivo de la Cátedra Alfonso Reyes – El Colegio Nacional – UAEM. Así como agradecer también a la Universidad Nacional Autónoma de México, la Universidad Autónoma del Estado de Nuevo León, el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, la Academia Mexicana de la Lengua, CONACULTA – INBA, el Fondo de Cultura Económica, El Colegio de México, y muy particularmente destacar nuestro reconocimiento a El Colegio Nacional.
Finalmente agradecemos a Ulrika Borges, María Elena García Pérez, Itzé Godínez Guerrero, Braulio Hornedo Farriol, Mila Nayelli Hornedo Farriol, María Trinidad Jacobo Soza, Angélica Jaimes Jiménez, Viridiana Moreno López, Enrique Palacios Martínez, Manuel Prieto Gómez, Adán Santamaría Ochoa, Mauricio Santoveña Arredondo, Miriam Suárez de la Vega y Camerina Soza García su generosa, entusiasta y a veces hasta involuntaria participación en el grupo editor responsable por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos y Matemágica.
Este libro obedece a diversos criterios de selección, prefiero aceptar que son arbitrarios antes que antológicos o representativos, lo que resume sus pretensiones es resumir lo escrito por Reyes en Cuernavaca; o bien, con temática relativa a esta ciudad donde «como vino cordial; trina la urraca y el laurel de los pájaros murmura… (mientras) el tiempo mismo se suspende y dura…»
Braulio Hornedo Rocha,
Cuernavaca, Morelos, México, noviembre de 2004
Viaje de Vuelta. Estampas de una revista. Por Malva Flores
Como en todas las revistas que Octavio Paz alentó, Plural y Vuelta tuvieron un alma común: la pasión crítica, atributo que recobraba la antigua tradición de las revistas literarias mexicanas desde el inicio de nuestra vida independiente o incluso antes, cuando en los pequeños diarios, revistas o folletos se desataban polémicas que eran el pan de cada día, y esa discusión contribuyó al movimiento de Independencia.
Las revistas culturales son un espejo de la vida literaria pero son también la literatura misma. Ya Octavio Paz señalaba que la historia de la literatura moderna se confundía con la historia de sus revistas, que no sólo expresaban la ruptura entre las generaciones sino que servían de puente para transitar entre ellas. Discrepando de la unanimidad, frente a los embates contemporáneos de la intolerancia política e ideológica, Vuelta se propuso como “un espacio libre donde se pudieran desplegar, simultáneamente, la imaginación de los escritores y el pensamiento crítico moderno en sus distintas manifestaciones: filosofía, arte, literatura, moral, política”. Reunidas así imaginación, crítica y modernidad, Paz dio vida a una empresa cultural que hoy constituye una pieza fundamental en la historia de la cultura en México de la que Malva Flores nos ofrece en estas páginas un panorama general, aunque no por ello exento de rigor y precisión.
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Enrico Mario Santí y Octavio Paz
Ensayo
A propósito de uno de los ensayos más importantes de Octavio Paz, Enrico Mario Santí establece:
«El laberinto de la soledad (1950), del poeta mexicano Octavio Paz (1914-1998), es una de las piezas claves de la literatura moderna: ensayo él mismo moderno y reflexión crítica sobre la modernidad. En la historia de la literatura hispanoamericana se trata de la prosa ensayística más importante de este siglo, la que ha influido más en el pensamiento y en la literatura de lengua española y resonado más en los de otras lenguas. En el contexto intelectual hispánico, pertenece a la tradición del ensayo de identidad nacional -lo que en Alemania se llamó, en cierto momento la Völkerpsychologie (psicología de los pueblos) y que durante el siglo XIX repercutió en todo el continente, incluyendo España.

Cuestionario. Por Gabriel Zaid
Los surrealistas inventaron juegos de creación colectiva, como el «cadáver exquisito». También el uso de cuestionarios para encuestas, antes que los sociólogos, y antes que los investigadores de mercados (de quienes, según C. Wright Mills, lo sociólogos lo tomaron). Quizá Breton lo derivó de su experiencia médica, o de su interés en el psicoanálisis. El uso de un cuestionario de rutina para la auscultación de pacientes (aunque no como parte de una encuesta) era común en la medicina francesa. Jung experimentó con series fijas de palabras para descubrir cuáles provocaban asociaciones pertubadoras para el paciente.
En particular, los surrealistas inventaron la pregunta que nos sigue hostigando: «¿Por qué escribe usted?» Lo realista (y lo surrealista) sería decir: «No sé». Aunque, afortunadamente, siempre hay quien sabe por qué sopla el viento, y hasta sabe soplar para suplirlo.
Pero escribir y publicar no son la misma cosa. Escribir siempre tiene algo de injustificable. Publicar es un acto público, que obliga a responsabilidades públicas. «¿Por qué publica usted?» debería poder responderse, diciendo (al menos): «Porque me atrevo a suponer que esto les pueda interesar a personas que desconozco». Imprimir para los amigos y conocidos, aunque bonito y justificable, no es lo mismo que publicar. Publicar es respetar a un desconocido. Abrir la puerta a no se sabe quién. Puerta —no hay que engañarse— que no conduce a la intimidad del autor, sino a la del lector; que le exige franquear, ejercer, realizar, a través de la lectura, una serie de actos que hacen más habitable su propia estancia en la realidad.
Leer es más difícil que escribir. Quien sabe como una palabra sigue a otra. Lo importante, lo difícil, es verificarlas personalmente, probar si dicen algo, leyendo. El autor es el primer lector que recorre un conjunto de palabras. Así como el antólogo o el museógrafo componen series de actos contemplativos a partir de cosas que no hicieron, el escritor junta palabras que no hizo, y que estaban ahí, desde hacía mucho tiempo, hechas, sabidas, vistas, catalogadas.
Escoger una lista de palabras, y firmarla como su autor, no sería más original que firmar un Poema. Un Poema es una antología de palabras. No una selección de palabras «de antología», particularmente bonitas o expresivas en sí, sino una serie que como serie de actos ejecutables resulte bonita o expresiva.
Quién sabe qué será una palabra en sí, un Poema en sí, un libro en sí. Toda palabra lleva a otra, todo poema implica otros, todo libro es parte de esa conversación interminable, inabarcable y a veces ininteligible que llamamos cultura. Una palabra cambia de sentido según el contexto, la oportunidad, la escena; un cuadro cambia de color y de forma según los cuadros vecinos; un poema se vuelve otro según el conjunto del cual forma parte (diario, revista, antología, libro, obras completas), según la tipografía, según el momento de publicación o de lectura, según el humor, la madurez o las expectativas del lector. Sin embargo, solemos pensar que hay poemas en sí, con algo de razón. Y esta unidad de referencia es suficientemente poderosa para imponerse a la atención del lector sobre la posible unidad del libro (a diferencia, por ejemplo, de lo que sucede con un capítulo de novela).
¿Hay algo más que añadir para invitar al lector? Una explicación de circunstancias. Práctica mortal se agotó demasiado pronto para no reeditarlo. Pero si la nueva edición va a ser para los lectores, ¿por qué no invitarlos a que se la hagan a su gusto? Al componer Práctica mortal, el autor creyó encontrar un libro nuevo, no una selección de sus mejores poemas, en la unidad de medio centenar escrito a lo largo de diecisiete años. Por razones (o equivocaciones) parecidas mantuvo inéditos otros que eran publicables, no recogió algunos publicados en forma suelta y eliminó otros publicados en libros anteriores. Pero ya que tiene en su casa varios ejemplares de la serie que como serie más le gusta, en tanto que lector, ¿por qué no reconocer otras necesidades y otras satisfacciones de otros lectores? Hasta en las series calisténicas, de yoga, de judo, etcétera, se reconoce que hay unidades seriales más bonitas, expresivas o satisfactorias para cada ejecutante. Cabe decir lo mismo de una serie de manteas o de una serie de actos de lectura.
Por supuesto que todo buen lector suele hacer esto por su cuenta, llegando a veces al extremo de hacerse sus propios libros, recortando o copiando textos que le gustan. La diferencia en este caso es que se invita a hacerlo como un juego de creación colectiva.
Los grados de intervención del lector pueden ser los siguientes:
- Como mínimo, clasificar los poemas en tres categorías: excluir, incluir, indiferencia. Para esto, en la tarjeta inserta, marcar la página correspondiente a cada poema con una cruz para excluirlo, encerrarla en un círculo para incluirlo y no marcar nada para indicar indiferencia. Se entiende que esto no es una clasificación; que el lector puede considerar que un poema es malo pero le gusta, mientras otro, que puede ser mejor, no le interesa personalmente.
- Proponer la ordenación de la serie más satisfactoria para su propia lectura, así como los títulos de cada sección (si hace secciones) y del libro completo (si su serie no se reduce a unos cuentas poemas o a ninguno). Para esto enviar un índice en hoja aparte.
- Modificar poemas, ya sea suprimiendo, añadiendo o cambiando palabras, espacios o signos ortográficos, en el texto o en el título. Enviar aparte.
- Escribir (o tomar de otro lado) poemas adicionales que se integren bien dentro de la serie que propone, haciéndola más satisfactoria para su propia lectura. Enviar aparte, indicando el lugar correspondiente.
Es imposible saber cuántos lectores quieren intervenir en el juego, en qué medida las intervenciones tengan coherencia colectiva. Pero me atrevo a suponer que no soy el único lector que ha sentido ganas de meterle mano a unas palabras ajenas (¿y cuáles no lo son?), por simpatía, por gusto, por necesidad del lector, no por simple manoseo posesivo; de la misma manera que, a veces, la lectura de un poema en otro idioma mueve a la traducción.